Con el temor y temblor propio de quien acomete una empresa que le sobrepasa, algo así como quien intenta desatar el nudo gordiano, nos atrevemos, con no poca audacia, a abordar el corazón de la esposa del Cantar de los Cantares con el fin de saquear sus quietudes e intimidades rebosantes de energía y colmadas de una pasión hacia Dios tan sublime que nos deja sobrecogidos.
Fijémonos en que su forma de expresarse es, de por sí, un testimonio elocuente de la inmaterialidad que acompaña nuestra existencia. ¡Atentos, que la esposa nos está hablando del amor de su alma! “Su izquierda está bajo mi cabeza, y su diestra me abraza” (Ct 2,6).
su diestra me abraza
Nuestra intención no es otra que compartir el botín que hemos conseguido arrebatar al… Espíritu Santo. Él fue quien inspiró al autor del Cantar de los Cantares estos textos únicos. Se lo hemos podido arrebatar —por supuesto que sólo en parte— porque el mismo Espíritu Santo lo dejó a merced de aquellos que, conscientes de sus vacíos e inconformes con ellos, pusieron sus ojos en las insondables riquezas que Él mismo escondió en las Escrituras.
Respecto a estas riquezas damos por válido el principio que dice “dinero llama a dinero”, y lo aplicamos a la Palabra de Dios. Un botín encontrado en ella llama a otro botín. Es lo que los exegetas definieron así: “La Escritura se interpreta con la misma Escritura”. De la mano del Señor Jesús, el exegeta de la Palabra por excelencia como así le llaman los santos Padres, nos introducimos en sus inagotables tesoros.
Recogemos las palabras de la esposa. Colmada y ebria de amor, acierta a decir: “Su izquierda está sobre mi cabeza y su diestra me abraza”. Traspasamos su experiencia, que lo es de toda alma, a David. Éste, perseguido por Saúl, se ve obligado a huir de Jerusalén. No entiende nada de lo que le pasa. Saúl le ha devuelto mal por bien. Si fuese un hombre cualquiera podría comprenderlo, pero se trata del rey de Israel, el ungido de Dios.
La tentación es brutal, implacable; es como un dardo que atraviesa todo su ser. Su fe se tambalea ante lo aparentemente absurdo e inconcebible. En esta encrucijada, David se aferra a “la memoria”, aquello que siempre ha sostenido a los amigos de Dios en situaciones parecidas. Recuerda, pues, que Dios fortaleció su brazo para poder derribar a Goliat y no duda en pensar entonces que también el nuevo Goliat que se interpone ante él caerá a sus pies. Con esta certeza —ésta es la audacia de la fe— eleva sus ojos al Dios de su fuerza y de su amor; y, confiado, susurra a sus oídos: “En el lecho me acuerdo de ti, y velando medito en ti porque fuiste mi auxilio” (Sal 63,7-8).
mi amado es para mí y yo soy para mi amado
Tengamos en cuenta que la palabra meditar, en la espiritualidad bíblica significa hacer suyo, atraer hacia sí lo que aborda el pensamiento. Al susurrar a Dios confidencialmente “velando medito en ti”, está atrayéndole hacia sí hasta hacerlo suyo el Espíritu de su espíritu. De ahí que un cierto momento, y exultante de gozo, le diga: “mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene” (Sal 63,9).
Aquel que tiene el alma apretada, más aún, arrebatada contra Dios, vive. La pregunta es: ¿Cómo podemos llegar a apretarnos contra Dios cuando nuestra relación con Él está marcada, en principio, más por la desconfianza que por la confianza? ¿Cómo apretarnos contra Él cuando estamos heridos por tantos miedos, angustias, injusticias, penurias, soledades, etc.?
No parece que haya salida a tanta asfixia. Parece que la pesada losa de la desesperación nos impide ver y esperar nada más allá de lo que aparentemente somos. Ante tanto desajuste, da la sensación de que todo grita que Dios no existe, y que la pretensión de apretarse contra El no es sino una quimera, una huida cobarde de sí mismo.
Sin embargo, ante el pretendido clamor de que Él no existe, o de que, si existe, es superfluo, se eleva otro clamor mucho más elocuente y audible: es posible que Dios no exista…; pero nuestros vacíos, esos sí, esos sí que son reales y están ahí; y, además, todos, absolutamente todos, los tenemos. Son vacíos que vienen en nuestra ayuda, pues son ellos los que gritan que alguien ha de existir para llenarlos. De no ser así, es tal el absurdo de la existencia que cualquier otra alternativa no es sino una salida en falso. Nos viene bien citar al autor anónimo francés del siglo XIII que escribió “Todos mis vacíos están llenos de Ti, mi Dios”.
grandes aguas no pueden apagar el amor
Él, quien llena nuestros vacíos, nos buscó primero. La encarnación de Dios supone para el hombre el abrazo que le da la vida. No nos podríamos apretar jamás contra Él, si Él no se hubiese apretado antes contra nosotros.
El abrazo —apretarse de Dios contra el hombre— se viene preanunciado de muchas maneras a lo largo del Antiguo Testamento. Todas ellas son como un resonar de trompetas anunciando que Dios, que es Vida, no permanece indiferente ante nuestra terquedad de apretarnos contra la desesperanza y el absurdo. Escuchemos el testimonio y preanuncio que nos llega de la mano del profeta Elías: lo encontramos hospedado en la casa de una viuda en Sarepta de Sidón. Esta mujer tiene un hijo pequeño y acepta compartir con el profeta sus últimos recursos de los que dispone. Elías, en nombre de Dios, multiplica sus provisiones, lo que provoca el respeto religioso de esta mujer hacia él. En éstas, el niño muere y, desesperada, acude al profeta. Veamos lo que hace Elías para impetrar de Dios la vida del niño: “Se tendió tres veces sobre el niño, invocó a Yahvéh y dijo: Yahvéh, Dios mío, que vuelva, por favor, el alma de este niño dentro de él. Yahvéh escuchó la voz de Elías, y el alma del niño volvió a él y revivió” (1R 17,21-22). Cuando esta mujer recibió a su hijo lleno de vida, exclamó: “Ahora sí que he conocido bien que eres un hombre de Dios, y que es verdad en tu boca la palabra de Yahvéh” (1R 17,24).
Si Elías, portador de la Palabra del Dios vivo, alcanzó de Yahvéh devolver la vida a un muerto apretándose contra él, ¡cómo será la vida que la Palabra del Padre da a todo aquel que ha contactado con ella!