Jesús dijo a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.»
Nos encontramos ya en la segunda mitad de la cincuentena pascual. No puedo evitar estar sorprendido y coloreado con un doble tinte: por una parte, una mezcla de entrañas de misericordia, tristeza y también esperanza ante tantísimos millones y millones que no han oído hablar de Jesucristo; por otra, ver a tantos que se llaman (o nos llamamos) cristianos y no ha aparecido en sus corazones la alegría pascual por haber resucitado el Señor: cada uno sigue a su bola, preocupados y ocupados en una especie de vorágine tonta, como el montón de cosas que hacemos cada día, sin que Dios pinte nada en nuestras vidas; y, cuando nos acordamos de él, parece que ese es el cajón donde se da una cierta relación con el Señor —casi siempre para que nos quite todo aquello que nos hace sufrir—, sin que tenga nada que ver con el otro cajón, el de nuestra actividad cotidiana. ¿Y la Pascua y el tiempo pascual? O se desconocen o se es indiferente: de ahí la ausencia de alegría en los corazones. Pero resaltemos algunos puntos del Evangelio de hoy.
Sabemos que Jesucristo se autodefine como Luz, Camino, Verdad, Vida, Pan, Pastor, Puerta… y, en esta parábola o alegoría de hoy sorprendentemente añade ser la Vid. Es una imagen totalmente al alcance de sus oyentes, para quienes la vid es una planta que ocupa un lugar importante en sus vidas y la cultivan con esmero. El fruto de la vid son las uvas con las que se hace el vino, que, en la mentalidad bíblica, es sinónimo de alegría, como ocurrió en la boda de Caná, cuando su Madre la Virgen María se dirige a Jesús: «No tienen vino» (Jn 2,3), es decir, así desaparece la fiesta y la alegría se va… El vino es sinónimo de bienestar gozoso: en la restauración de Israel, después del exilio, en «aquel día las montañas chorrearán vino nuevo» (Jl 4,18). De hecho, el vino adquirirá un rango superior de plenitud cuando el Señor nos lo dé a beber, convertido en su propia sangre: «Bebed todos; porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). ¿Aceptamos esta alianza con Jesucristo y creemos que su sangre nos perdona los pecados?
«Mi Padre —dice—es el labrador». ¿Qué hace un labrador? Cultivar la tierra. Y ¿qué tierra labra este divino Agricultor? En el relato de la creación y caída del hombre la tierra es lo que somos cada uno de nosotros; de hecho, Adán proviene del la palabra hebrea adamáh, que, efectivamente, significa tierra, razón por la cual el nombre de nuestro primer padre explica su origen, su naturaleza y su final: «Comerás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues polvo eras y al polvo volverás» (Gén 3,19). El Padre cuida de mí, que soy tierra que él labra y cultiva. Para este Divino Labriego «nosotros somos colaboradores de Dios y vosotros campo de Dios, edificio de Dios» (1 Cor 3,9), somos arada de Dios, surcos de Dios. Es el Padre el que nos trabaja, nos labra. ¿Te sientes tú tierra que labra Dios tu Padre, que se ocupa de ti desde antes de la creación del mundo, que no te suelta de su mano y te lleva en su corazón día y noche?
Es fácilmente comprensible la relación entre la vid y los sarmientos: Jesús es la vid y nosotros los sarmientos: unidos a la cepa, fluyendo su savia por los sarmientos, el Padre los poda con tanta dedicación y, sobre todo, con cariño («el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas»: Sal 145,9), y nacen hermosas uvas; si no corre esa savia, los sarmientos se secan y el mismo Padre los arranca, así, sin más. ¿Qué es lo que ocurre con estos últimos sarmientos? Pues que no quieren saber nada de la cepa, quisieran ser ellos la cepa, es decir, ser como dios —es la misma tentación original susurrada por la antigua Serpiente: «seréis como Dios» (Gén 3,5)—; querrían dar uvas esplendorosas por sí solos; son ellos quienes avanzan hacia su propia sequedad y caminan hacia el fuego. ¿Qué fuego? ¿Es una alusión velada del fuego inacabable del infierno? En todo caso, qué terrible es vivir separados de la vid: por mucho que uno corra, que haga cantidad de cosas, no deja de ser una alienación, porque corre fuera del Camino (San Agustín), que es la Vida, que es Cristo Jesús. En cambio «vosotros —dice a sus discípulos— ya estáis limpios por la palabra que os he hablado». ¿Qué palabra? Él mismo, que es la Palabra eterna, «el Logos que existía en el principio» (Jn 1,1), porque «quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre» (Jn 8,51), que es como decir que «quien me permita morar en su corazón, resucitará». ¿Guardas tú esta Palabra en tu corazón?
«Sin mí no podéis hacer nada», sigue diciendo Jesucristo. No dice «podéis hacer algo, aunque sea un poquito, sino nada, absolutamente nada». Todo lo que hagamos separados de la vid, es pura banalidad. Tendríamos que ir al himno sobre la caridad en 1 Cor 13,3): puedo ser políglota e inteligente en alto grado, puedo ser sabio y conocer muchas cosas difíciles, podría mover montañas con mi «fe», dar todo mi dinero a los pobres e incluso morir autoinmolándome…, que, si no estoy unido a la vid, de nada sirve. Hay que dejar a Dios, al Labrador, a la Vid y al Espíritu Santo que hagan su obra en nosotros, pues incluso «nadie puede decir “¡Jesús es el Señor!”, sino por el Espíritu Santo (1 Cor 12,3). Es este mismo Espíritu quien «acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,26) y nos enseña a clamar «¡Abba, Padre!» Rom 8,15); y «nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre» (Jn 6,44), repite Jesús, que, junto con el Padre, con quien es uno (ver Jn 10,30), pensando en su muerte atroz en la cruz dice: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Solo, pues, aceptando con humildad y alegría pascual esta condición nuestra de cuán frágiles somos —somos tierra y a la tierra volveremos—, el Labrador podrá trabajar esta tierra que somos, y hacer que, con la tierra en que nos convertimos en nuestra muerte, «re-cree» él un hombre nuevo, un nuevo Adán (adamáh) resucitado. Solo así seremos sarmientos que den frutos de vida eterna, de modo que se cumpla la palabra de Jesús: «Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos» (Jn 15,10). ¿Quieres serlo?
Jesús Esteban Barranco