Levantando los ojos al cielo, oró Jesús diciendo: «Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría cumplida. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tu me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad» (San Juan 17, 11b-19).
COMENTARIO
El papa Francisco ha popularizado la expresión «mundaneidad», para referirse a esa forma tan difundida de «desvirtuar la sal» que consiste en una actitud acomodaticia con el «mundo», que termina por apagar la vida cristiana.
En el evangelio de hoy aparece hasta nueve veces la palabra «mundo», y frente al mismo se construye una idea reiterada, tres veces, de «santificación» por medio de un sólo recurso: la verdad. La palabra «verdad» también se repite tres veces.
De modo que partimos de una constatación omnipresente, el mundo, con el que los llamados a ser santificados, por los que ruega Jesús a su Padre, tienen que contender contando con algo un tanto etéreo y cuestionado como es la «verdad».
Inmediatamente hay que colacionar dos pasajes opuestos; cuando Pilatos despechado y retóricamente pregunta en el pretorio: ¿Y que es la verdad?. En contraposición con la auto revelación del Mesías que afirma bien a las claras «yo soy la verdad…». Hoy lo repite bajo la fórmula «tu palabra es verdad». Él es la Palabra y él es la Verdad.
En el cine americano, pródigo en representaciones judiciales, vemos como se toma juramento a los testigos. Han de decir la verdad, nada más que la verdad y «toda la verdad». La experiencia enseña que la sinceridad no agota la verdad, aun siendo verdadero lo que se afirma. Igualmente es sabido que la manera mas usual de obscurecer la verdad, de las mil formas que hay de mentir, consiste en amalgamar verdad y falsedad, haciendo muy difícil discernir una cosa de la otra. De ahí que se apostille la exigencia de declarar «solo» la verdad. Pero encontramos que aun siendo veraces y no intercalando mentiras, imprecisiones o insinuaciones desorientadoras, la verdad puede escaparse. Por tales razones se cierra el juramento con la promesa de decir «toda» la verdad. Y ahí está la clave: En que no se escamotee o mutile una parte de la verdad. La única verdad verdadera es «la verdad toda».
Parece pertinente, por tanto, colacionar las fórmulas de consagración sacerdotal y, sobre todo, episcopal, en las que se jura enseñar «toda» la doctrina de la Iglesia, en materia de Fe y costumbres. También el las profesiones de Fe prescritas para enseñar ciencias sagradas.
Realmente es en su «integridad», en su «totalidad» donde reside la cualidad auténtica de la verdad. Una verdad parcial es, por definición, una falsedad, o una falsificación.
Volviendo al «mundo» o si se prefiere a la «mundaneidad» (o mundanidad) la verdad, y lo que es mas grave La Verdad, se enfrenta a la cultura de la elección; del menú; de las opciones; de las alternativas diversas, de las respuestas abiertas, etc. De este modo de construye un subjetivo y relativo sistema de creencias, mutable por descontado, que amoldan la verdad a lo que cada cual piensa, o siente, o quiere, o elige, etc. Recuerdo con estupor una encuesta, no publicada, que un obispo realizó al llegar a su responsabilidad diocesana, admitiendo que la sociología religiosa era un trabajo inexcusable. Así supimos que un porcentaje alto de encuestados se declaraban católicos, otro menor se conceptuaba practicantes, otro inferior partícipes de la misa dominical, menor aún los que creían en la resurrección de los muertos, y casi nadie ( creo recordar que menos del 10%) creía en la existencia del infierno. El panorama de conjunto – con otros muchos puntos de pronunciamiento- era una «Religión» a la carta, con severas diferencias y carencias respecto a los artículos del Credo de la Iglesia. Lo que no se pudo averiguar era hasta que punto tantas configuraciones individuales eran fruto de una mala recepción de la catequesis y la predicación, o fruto directo de un clientelismo religioso, destinado a complacer y no espantar a los pocos, y entrados en años, feligreses que nos mantenían significativos en el mundo.
La súplica: «santifícalos en la verdad», en nuestro mundo «mundano», y en una Iglesia bastante «mundanizada», es una petición insustituible. Porque la verdad, y la Verdad, se resienten al unísono. Por eso Benedicto XVI reivindicaba la vuelta al «logos», como Juan Pablo II veía el epicentro del terremoto que nos asola justo aquí. Decía: «¿Quien puede negar que la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como profunda crisis de la verdad» ( Carta a las familias nº 13, de 2 de febrero de 1994). Él mismo respondió con la encíclica Fides et Ratio, de 14 de septiembre de 1998, en el gozne del milenio, que, a qué negarlo, está arrinconada y es poco citada.
Cristo no nos ha sacado del mundo, pero ha fiado nuestra santificación a la verdad, que Él enseña y que Él encarna: La Verdad. El es «toda la verdad»; como dijo S. Juan de la Cruz, Dios ha dado su palabra y no tiene otra que darnos. como nos recuerda en nº 65 del Catecismo.