Cuando Luis XIV de Francia, altiva y prepotentemente (conocido también como Luis el Grande —otro de los “Grandes” de la Historia— o el Rey Sol), parece que dijo aquello de “El Estado soy yo”, sancionó de una vez por todas todos los absolutismos que en el mundo habían sido o habían de venir, desde los antiguos faraones de Egipto y no menos antiguos mandarines chinos o mandamases aztecas, sin olvidar los Nabucodonosores, los Gengis-Kan de turno o los Carlomagnos sucesivos, zares rusos, sátrapas y reyes taifas de toda calaña, señores feudales, Hítleres, Stálines, dictadores iberoamericanos y demás congéneres de todos los tiempos, incluidos los talibanes y señores de la guerra, pasados, presentes y futuros.
Hasta en la filmografía actual —“La guerra de las galaxias” o “Másters del Universo”—, en nuestro afán de dominio sobre los demás, extrapolamos un siniestro personaje (Hi-Man), que, en un cierto momento, vocifera “Yo tengo el poder”; y, en los filmes del Agente 007, siempre está el malo de la película, un sujeto excéntrico y loco, que perversamente pretende adueñarse de todo el mundo.
Lo que no sabía Luis XIV es que diecisiete siglos antes que él hubo otro gran personaje que fue mucho más absolutista que él y que todos los demás juntos, cuando con la mayor naturalidad y sencillez del mundo, sin sombra alguna de la altivez y prepotencia de todos ésos, proclamó aquello de “Yo soy la Resurrección y la Vida”.
Tú nos abriste el reino del cielo
En una cosa coinciden todos los absolutistas, también Jesucristo: todos acabaron casi siempre mal, algunos muy mal, y Jesús de Nazaret no fue menos, pues acabó en una cruz. Pero hay una diferencia abismal entre Él y los demás: éstos vivieron efímeramente, aunque algunos detentaran su poder por largos años, con el único propósito de dominar a sus pueblos y a todo el que se terciara, los cuales debían “adorar” a quien tan despótica e impúdicamente los sojuzgaba, con derecho de vida y muerte, derecho de pernada, tributos sin cuento y guerras sin fin.
Jesucristo, en cambio (que vivió más bien pocos años), vivió, murió y resucitó para hacer partícipe a toda la humanidad de su Vida, Muerte y Resurrección: Él ha sido el único, el absolutamente Otro, el totalmente distinto a todos, que no se ha limitado a hacernos desembocar en la muerte —como de hecho acabaron todos esos falsos reyezuelos y sus súbditos so pretexto de reinar largos años en este mundo—, sino que ha ganado para nosotros otro reino que no es de este mundo, con una vida nueva para siempre, la vida eterna.
Absoluto quiere decir que algo está suelto, desatado o libre de todo, que no hay vínculo o atadura que pueda encajonarlo o encadenarlo, sin ningún tipo de esclavitud y limitaciones: justo lo contrario de lo que han hecho los absolutistas de todos los siglos: primeramente, siendo esclavos ellos de su propio yo, erigiéndose en dioses y señores de todo y de todos los que los rodean; luego, pretendiendo que los demás se conviertan, sin más, en lacayos y siervos rastreros con obligaciones y yugos de toda índole. Por eso, al llevar en sí mismos la raíz de la muerte —de la que pretenden escapar ejerciendo opresivamente el poder, huyendo hacia delante para encontrarse más aprisa con el descalabro y la ruina—, no han hecho más que sembrar confusión, odio y muerte por doquier, con toda la cohorte de desgracias inherentes: guerras, hambrunas, enfermedades y pestes, incendios de campos y ciudades, destrucción, antiguos y modernos campos de concentración y “gulags”, etc.
Tú eres el Rey de la gloria
Jesús de Nazaret, por el contrario, se ha hecho carne y uña con cada hombre para romper, con su propia muerte, ese círculo mortal que atenaza desde dentro a cada uno. Y, a diferencia de todos los demás señores de la tierra, que nunca han podido salir de ese anillo de muerte, ni ellos ni los suyos, Él no se ha quedado allí dentro, sino que, como verdadero Señor de la Vida y de la Muerte, con su resurrección nos lleva a resucitar con Él: “La muerte ya no tiene poder sobre Él” (Rm 8,10) y, “si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él” (Rm 8,9).
No hay ningún Rey Sol o Hi-Man alguno, ni de ayer, hoy o mañana, que haya perdurado o pueda perdurar; sólo Jesucristo “es el mismo hoy, ayer y siempre” (Hb 13,8). Todos los “Grandes” de la Historia, los déspotas, prepotentes y absolutistas de todos los tiempos han desembocado en la muerte, diseminándola, además, a diestro y siniestro, pues “los malos perecen en las tinieblas” (1S 2,9), a los que “todas las tinieblas los acechan en secreto” (Jb 20,26), porque “imaginaban los impíos que podían tiranizar a una nación santa y se encontraron prisioneros de tinieblas” (Sb 17,2 y 18,4): “a la sima serán empujados y caerán en ella” (Jr 23,12) todos “los dominadores de este mundo tenebroso” (Ef 6,12), hasta que “el reino de la Bestia se quedó en tinieblas” (Ap 16,10).
Sólo Cristo disipó las tinieblas del mundo (del Pregón Pascual) y ha roto todas las ataduras que, como a Lázaro amortajado y vendado, tenían inmóvil y en podredumbre al hombre: “¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rm 7,24). Él es el “Ab-soluto”, el totalmente libre de cualquier ligadura: todos los demás pasaron y han acabado su turno en el devenir histórico; sólo Él permanece, porque es “el que es, el que era y el que ha de venir” (Ap 1,4). Por eso queda constituido “Rey de reyes y Señor de los señores” (Ap 17,14), “con un Nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos” (Flp 2,9-11).
Su señorío no es de dominio servil y ciego acatamiento, sino que nace del más absoluto de los servicios —servir es reinar—, porque sólo Él ha sido capaz de ponerse a nuestra altura, es decir, se abajó hasta nosotros (al revés que los “Grandes” del mundo, que se encumbran por encima de todos) para ponerse a nuestro servicio y elevar nuestra pobre vida y nuestra triste muerte a la vida eterna por su resurrección.
Ahora sí, ahora podemos completar la cita del inicio, la respuesta de Jesús a Marta, una de las hermanas de Lázaro, antes del milagro de su vuelta a la vida: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11,25-26). Este es el sentido de la Fiesta de Cristo Rey.