Yo soy el pan vivo, bajado del cielo.
Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.
Discutían entre sí los judíos y decían: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.
El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día.
Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.
Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo en el Padre, también el que me coma vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre”. (Juan 6, 51-58)
El discurso de Jesús sobre el “Pan de vida” (Jn 6, 27-71) forma parte de la esencia del cristianismo y es el tema central del Evangelio de San Juan.
“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo” comienza diciendo Jesús en este texto que nos toca comentar y esta identidad consiste en dar como comida “su carne” y como bebida “su sangre”, alimentos que engendran en el ser humano la vida eterna.
La comida y la bebida son esenciales para que se pueda dar y mantener la vida y sin alimentos no es posible la vida, pero la vida que conocemos consiste en nacer, crecer, desarrollarse y morir ¿Y después qué?, ¿desaparecer? Con esta Palabra Jesús nos anuncia una buena noticia: la vida eterna existe, la vida plena es una realidad y la vida presente y futura es un don que no tiene fin. Esta afirmación necesita pasar por la experiencia, y ¿qué mejor experimento que a través de la comida? “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”.
Cuando los cristianos se acercan a la Eucaristía a comer y beber el cuerpo y la sangre de Cristo, comen y beben la esencia del Dios Padre revelado que es el amor, comen y beben a Jesucristo que es el pan bajado del cielo y comen y beben al Espíritu Santo que otorga el don de amar a todos los hombres y el don de perdonar a los enemigos. En esto consiste la vida eterna, en que los cristianos se puedan amar los unos a otros como Dios nos ha amado y al tiempo se anuncia a todos los seres humanos. Ahora bien, este don se nos da por dos caminos que se unen: por la fe y por la participación en Eucaristía.
Esta palabra nos invita a reflexionar y plantearnos algunas preguntas de dos maneras:
Primera de manera personal, ¿somos los seres humanos capaces de darnos la vida a nosotros mismos?, o ¿nos damos cuenta que la vida es un regalo?
Segunda de cómo nos relacionamos, ¿somos los humanos capaces de amar a todos nuestros semejantes sin distinción de lengua, raza o nación?
En función de la respuesta que demos a estas preguntas, se nos va a presentar la oportunidad de reconocer dónde está la vida eterna, cuál es nuestra verdadera comida, nuestro verdadero alimento, cuál es nuestro pan de la vida, y descubriremos hoy más que nunca, que no es otro que este Evangelio. Podremos experimentar a través de la fe y de la Eucaristía que es posible vivir dando gracias a Dios, por la vida que nos da, por el mundo que nos rodea y porque nos ha mostrado el camino para poder amarnos unos a otros como Él nos ha amado.