“Discutían entre sí los judíos y decían: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 52-59).
Las palabras del evangelio de hoy son las que predicó el Señor en la sinagoga de Cafarnaúm ante un numeroso grupo de seguidores. Por aquel entonces la fama de Jesús se había extendido por aquellos lugares de Galilea. Unos días antes había realizado el milagro de la multiplicación de los panes y los peces y la noticia se había extendido como la pólvora. Eso explica que cuando la barca del Señor y los Apóstoles atraca en la región de Genesaret, en cuanto bajan, son reconocidos por muchos. Luego se dirigen a Cafarnaúm y muchos les siguen. El prodigio de la multiplicación de los panes y los peces tenía la finalidad de prepararles para recibir un anuncio más extraordinario aún: la promesa de la Eucaristía. Aquel pan con el que habían comido hasta saciarse, era figura del un Pan espiritual con el que el Señor quería alimentar sus almas. Pero ellos, atentos solo a las necesidades materiales, no abren sus almas a la fe y se muestran incapaces de aceptar los designios de Dios cuando les dijo: “Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Éste es el pan que baja del Cielo para que si alguien come de él no muera. Yo soy el pan vivo que he bajado del Cielo. Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 48-51).
Muchos escucharían asombrados lo que Jesús les decía. No era eso lo que ellos esperaban. Buscaban algo más material y no una simple promesa de algo que les parecía absurdo. De una parte y de otra se alzan voces incrédulas. Algunos, clavando en Él la mirada, dan rienda suelta a la ironía: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6,52).
Es un triste espectáculo de defección y de escándalo. Pero las palabras de Cristo vuelven a sonar con firmeza: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Ese es misterio que Jesús propone a los que le siguen. Pero para aceptarlo hace falta una fe humilde, que se incline reverentemente ante la palabra de Dios, ahogando las razones humanas. Esto es lo que vivimos en la Eucaristía. Cada vez que comulgamos recibimos realmente el cuerpo, el alma, la sangre y la divinidad de Jesucristo que se ha hecho presente en la consagración de la Santa Misa para alimento de los que lo reciben con fe. Por eso, los cristianos debemos hacer un profundo acto de fe cada vez que acudimos, con el alma limpia a recibir la Sagrada Comunión. No seamos como aquellos galileos que no creyeron en la grandeza de lo que Jesús les estaba proponiendo.
Pedro Estaún Villoslada