Al enterarse Jesús se marchó de allí en barca, a solas, a un lugar desierto. Cuando la gente lo supo, lo siguió por tierra desde los poblados. Al desembarcar vio Jesús una multitud, se compadeció de ella y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: «Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren comida». Jesús les replicó: «No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer». Ellos le replicaron: «Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces». Les dijo: «Traédmelos». Mandó a la gente que se recostara en la hierba y tomando los cinco panes y los dos peces, alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos y se saciaron y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.” (MT, 14, 13-21)
Los discípulos acababan de llegar de su correría preparando el camino a Jesús, y Él los llevó a un lugar desierto de gente, para descansar con ellos. “Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco». Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer.”(Mc 6,31) Pero el descanso de la Iglesia era el trabajo con la gente. Entre repartir los panes, recoger las sobras, despedir a la gente, y por si fuera poco, la tremenda tormenta que les hizo bregar a fondo toda la noche, el descanso prometido no fue precisamente unas vacaciones a la orilla del lago.
La desproporción entre los medios que tenían los discípulos en ese momento y el servicio que Jesús les pide es, a ojos de hombre, manifiesta, imposible. Pero Jesús sabía bien lo que iba a hacer, y lo que significaba aquello en la vida de la iglesia. Era una prueba, dice Juan ante la perplejidad de Felipe (Jn 6). Y es que una de las gracias de este Evangelio son los valores solutivos que propone el Maestro ante lo que parece un mandato irrealizable. Una vez que al menos alguno puso todo lo que tenía, el Maestro propuso con su simple gesto, lo que parece la solución de la fe: “Levantar los ojos al cielo”. Bendecir. Compartir el pan. Después había que recoger sobras, porque no se desperdicia en la Iglesia ni una migaja. ¿Y tener preparados los cestos, porque en verdad sobrará de todo?¿De dónde sacarían tantos cestos?¿Un milagro colateral? Desafortunadamente la multiplicación de los cestos para recoger sobras, sigue siendo importante para algunos.
La dinámica económica de Jesús y su grupo, justo en la frontera entre el dios de la tierra- el dinero-, y el Dios del cielo -el amor que sirve-, tiene aspectos muy atrevidos en el Evangelio. Los discípulos habían dejado todo, incluyendo familias, negocios… y en aquel momento, con cinco panes de cebada y dos peces, que apenas darían para comer ellos, se les pide que alimenten a una multitud. Muchos de los cinco mil hombres que estaban allí ese día, sin contar mujeres y niños, –que no cuentan, pero comer… comieron hasta hartarse–, seguro que serían de los pueblos del entorno, y vieron las barcas de Pedro y las de Zebedeo acercarse a su orilla, pero la mayoría venía de lo suficientemente lejos como para no poder volver a su casa esa noche, y menos aún cargados con la ilusión, que a veces pesa más que el pan, de ver a sus enfermos curados o con la esperanza cierta de curarse.
Los panaderos de los pueblos vecinos habían visto su agosto en aquella multitud hambrienta y agradecida, dispuestos a pagar todo lo que tuvieran por aquella experiencia única de salud. Algún discípulo ya había hecho cálculos económicos para dar siquiera un bocado de pan a la multitud, porque “Doscientos denarios no bastarían” (Mc 6, 37). Juan dice que la pregunta vino de Felipe (Jn 6), pero ¿no tendría Judas que llevaba la bolsa, algo que ver?. Aquellas multitudes que movía Jesús, con sus enfermos, ya sanos muchos de ellos, y su corazón abierto a la Palabra del Maestro, eran un buen negocio económico para cualquiera, como siempre. Mateo, que sí era economista hasta el pecado, antes de responder a la llamada, en este asunto como en otros de dinero, no dice nada de lo que representaba económicamente aquel milagro. Juan, que lo cuenta en relación al “pan de vida”, establece la relación económica entre lo que se necesitaba y lo que se tenía (Jn 6), y concluye con la Palabra, como más solutiva y saciativa que el dinero.
Por eso Jesús, -y coinciden todos los evangelistas-, tiene dos gestos físicos, fuera del milagro de la multiplicación de panes y peces, difícil de emular para nosotros, que sí son como un “mandamiento nuevo” para todos los tiempos: “Dice a Felipe: «¿Con qué compraremos panes para que coman estos?». Lo decía para probarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer.” (Jn 6). Y no se refirió al gesto del muchacho que entregó los panes y peces que tenía, claramente insuficientes, sino al gesto físico de Jesús. Para Mateo, que leemos hoy, los gestos de Jesús, y casi toda la vida cristiana que Él predica, se concentra en el solo versículo 19. “Mandó a la gente que se recostara en la hierba y tomando los cinco panes y los dos peces, alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente”.
Levantar los ojos al cielo, pronunciar la bendición sobre el pan y repartirlo, fue el comienzo del mayor servicio público para la humanidad en su historia: la Eucaristía. Quizás por eso la gente, que también es prudente, y sabe cuidar a los suyos en todos los tiempos, podía haberse ido a comprar pan, pero se quedó allí, y se recostó sobre la hierba verde esperando, ¡La entrega de la gente sencilla, mueve a Dios! ¡Yo quiero ser la gente!