Quiero empezar mi reflexión sobre la eutanasia con las palabras de Juan Pablo II en su encíclica Evangelium Vitae: “La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente”. Ya en el Antiguo Testamento vemos esto mismo en varias ocasiones, como en Dt 32,39: “Yo doy la muerte y doy la vida”.
Para poder deliberar en torno a la eutanasia, es necesario, en primer lugar, clarificar el concepto: por eutanasia, en sentido verdadero y propio, se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. Es decir, en la eutanasia, un ser humano da muerte a otro, consciente y deliberadamente, por muy presuntamente nobles o altruistas que aparezcan las motivaciones. Por tanto, es una forma de homicidio, pues implica que un hombre da muerte a otro, ya mediante un acto positivo, ya mediante la omisión de la atención y cuidado.
Las nuevas técnicas de soporte vital permiten hoy día la prolongación de la vida durante un cierto tiempo, en condiciones en muchos casos precarias. Por ello, es necesario dejar claro que desde el punto de vista moral no es igual matar que dejar morir. Así, dice también la Evangelium Vitae: “Cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir, sin embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos similares”.
“Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte”. Es decir, no es eutanasia renunciar a un tratamiento que lo único que logra es prolongar el sufrimiento y la agonía, porque en este caso, estamos dejando que sea la enfermedad la que cause la muerte. Permitir que alguien muera de una enfermedad de la que no somos responsables, y que no se pueda curar, es dejar que la enfermedad, es decir, la naturaleza, sea la causa de la muerte. Nadie está moralmente obligado a aplicar un tratamiento que no supone beneficio para él como persona. No debemos olvidar que el cristiano no tiene aquí su morada permanente. Debe vivir con los pies comprometidos en la tierra, pero con los ojos puestos en la vida eterna. Amar la vida es cristiano, pero aferrarse a ella como si fuese la realidad definitiva, no lo es.
Una de las mejores maneras de combatir la eutanasia es dar una asistencia médica adecuada hasta el final de la vida, con el máximo desarrollo posible de la medicina paliativa. Esta medicina apuesta por la vida, por una vida lo más confortable posible dentro de la enfermedad y, a la vez, contemplando la muerte y el morir como un proceso natural. Ya decía W. Reich que es una pena que dediquemos nuestras mayores energías éticas a los problemas más controvertidos sobre la terminación de la vida y, sin embargo, descuidemos lo que con toda seguridad es la cuestión moral más importante: la de cuidar a los moribundos en un sentido mucho más amplio que el de la asistencia como tratamiento.
El arte de cuidar a los moribundos es el arte de no abandonarlos, de acompañarlos con sensibilidad y con interés, para ayudarles a cuidarse de sí mismos, a prepararse para vivir los últimos días conforme a su propia espiritualidad, que ellos mismos deben descubrir. Acompañar significa estar preocupado o inquieto por el moribundo y ocuparse día a día de sus necesidades médicas, paliativas, espirituales y emocionales. En este aspecto, quiero destacar la licitud del recurso a analgésicos que son necesarios para suprimir el dolor, aunque de su uso se pueda derivar un acortamiento de la vida. Este acortamiento no es directamente querido ni provocado. Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, si no hay otros medios y si,
en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales. Cuántas personas han fallecido con dolores insoportables por la falsa creencia de que darles el tratamiento adecuado era una forma de eutanasia. En esta situación, la persona que sufre puede voluntariamente solicitar que no se le administre analgesia, por el sentido salvífico del sufrimiento, pero la Iglesia considera que esta actitud es heroica, y que, por tanto, es digna de elogio, pero que no es obligatoria para todos.
Otro aspecto que se ha de tener en cuenta es que la eutanasia, para ser tal, debe ser
realizada por un médico. Esto choca frontalmente con el propio Código Deontológico que dice: “El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste”. Ya en el Juramento Hipocrático se decía: “A nadie daré una droga mortal aun cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin”.
A mí, como médico, me cuesta entender que sea un médico el que haga una acción directa con la intención de dar muerte a un enfermo, en lugar de tratar de proporcionar alivio, cuidado y ayuda para prepararse ante el momento final. La experiencia nos enseña que muchos pacientes con fuertes sufrimientos que desean la muerte, cambian la visión cuando se les presta una asistencia médica adecuada, que les ayude a mitigar el dolor y los múltiples síntomas que aparecen en esta fase avanzada de enfermedad, acompañados de afecto y comunicación cercana. En muchos casos, vemos una “conspiración de silencio” de los familiares allegados, que dificulta la relación entre el enfermo y su familia.
Creo que para un momento tan crucial de nuestra existencia, es necesario estar adecuadamente informado del pronóstico de vida y de las condiciones en que vamos a encontrarnos. Cuántas reconciliaciones pueden darse en este momento tan sensible de la vida, cuántas conversiones. No me parece correcto privar al moribundo de la posibilidad de prepararse para la muerte, de recibir los sacramentos como ayuda al tránsito.
Después de todas estas apreciaciones, concluimos con otro texto de la Evangelium Vitae: “Confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana”.
Quiero terminar la reflexión incidiendo en la dignidad de toda persona humana, dignidad que le viene de ser creado a imagen y semejanza de Dios, y que no pierde por mucho que se deteriore física y mentalmente. Estamos necesitados de que en nuestra sociedad actual se recupere el valor de toda persona por encima de cualquier otro argumento utilitarista que condicione la dignidad a la calidad de vida. No debemos olvidar que nuestra meta es el Cielo.