En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.» Juan (10,27-30)
Este domingo cuarto de pascua se celebra la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. El evangelio de san Juan dedica todo el capítulo 10 a hablar de esta figura del Buen Pastor, que es Jesús mismo, y él a su vez, la presenta a los discípulos, a quienes encomienda guiar a sus seguidores, como modelo del sacerdote, que orienta y conduce al pueblo cristiano, como a las ovejas de un rebaño, con autoridad y ternura.
La figura del buen pastor nos gusta muy especialmente por su imagen protectora, que ya aparece en el antiguo testamento: “atiende a las madres recien paridas y lleva a los corderitos sobre sus hombros” y con bellísimos versos en el salmo 22: “en verdes praderas me apacienta, me conduce hacia fuentes tranquilas” y “aunque vaya por valles tenebrosos nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan.”
En este pasaje Jesús habla de esas ovejas que él apacienta. Dice Jesús: “Ellas escuchan mi voz, la conocen y yo las conozco a ellas. Mi padre que supera a todos me las ha dado y nadie las arrebatará de mi mano”. Escuchan su voz, es decir están expectantes a sus mandatos ,“ellas me siguen y yo les doy la vida eterna” ¿Quiénes son estas ovejas? ¿Es un grupo de escogidos?
Podemos fijarnos y meditar sobre la frase siguiente de este breve, pero condensado mensaje evangélico “Mi padre, que supera a todos, me las ha dado y nadie puede arrebatarlas de la mano del padre”.
¿Somos todos los seres humanos? Creo que sí.
Es Dios todopoderoso y creador del mundo el que nos ha puesto en los brazos amorosos de este Buen Pastor, que sanará nuestras heridas, nos recogerá tras las escapadas del redil, evitará que nos enredemos en las zarzas, que caigamos en los precipicios. A cambio tenemos que escuchar su voz, saber reconocer su llamada, distinguirla de la de tantos malos pastores ladrones, que intentan engañarnos, y, confiados, seguirle.
El Papa Francisco dice que «en estos cuatro versículos del evangelio de san Juan que hoy nos presenta la liturgia está todo el mensaje de Jesús, el núcleo central de su evangelio: Él nos llama a participar en su relación con el Padre, y ésta es la vida eterna. Jesús quiere entablar con sus amigos una relación de pertenencia recíproca en la confianza plena; en la íntima comunión”. “Si yo -sigue el papa- me siento atraído por Jesús, si su voz templa mi corazón, es gracias a Dios Padre que ha puesto dentro de mí el deseo de amor, de verdad, de vida, de belleza, porque Jesús es todo esto en plenitud.”
Pienso que, aunque parezca referido especialmente a los llamados al sacerdocio y la vida consagrada, todos los seres humanos tienen encomendada una misión; todos reciben un día una invitación a intensificar su relación con Dios, a dar un paso adelante en el camino que nos vuelve a él, al Creador.
La respuesta marcará nuestro puesto de cercanía, según la intensidad de la entrega y la humilde disponibilidad a la voluntad de Dios: “Hágase en mí según tu palabra”, dijo María, que nos da el gran ejemplo de primera cristiana, sin poner condición a lo que se le pedía.
Y Jesús termina: “Yo y el Padre somos uno”.
Ya llevamos varios pasajes del evangelio en los que Cristo quiere dejar claro que, no es sólo un mandado del Padre, sino que hace una declaración rotunda de su identificación con Dios. Nos deja una clara prueba de su divinidad, tan exahustivamente discutida en la Iglesia durante siglos.
Si este Jesús, buen pastor, atrayente, humano, cercano, dulce, perdonador, comprensivo, consecuente hasta la muerte, es el todopoderoso creador del universo, dueño y señor del tiempo y de la vida, creo que aunque haya que renunciar a alguna cosilla o cargar con algún fardo, merece la pena decir: Sí, quiero.