«Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos contestaron: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro tomó la palabra y dijo: “El Mesías de Dios”. Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”». (Lc 9,18-22)
Comienza el capítulo 9 del Evangelio de Lucas, en el que se encuentra la perícopa de hoy, con el envío de Jesús a los Doce “a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos”. Sin duda que esta misión dejó eco entre la gente pues, como escuchábamos en el evangelio de la liturgia de ayer, hasta Herodes participa de la opinión del pueblo. Lo que dice de Jesús Herodes es lo mismo que responderán los discípulos a la pregunta de Jesús: “¿Quién dice la gente que soy yo?”.
La figura de Jesús, anunciada por sus apóstoles no deja indiferente a la sociedad, como tampoco hoy. Los “Beatles” tuvieron la arrogancia de decir que eran más famosos que Jesucristo y empezó el principio del fin de su existencia como grupo. Si hoy hacemos esta pregunta en nuestro entorno, la figura de Jesús sigue causando admiración, pero hoy como ayer ¿se capta en profundidad toda la esencia de su persona?
Si comparamos este relato con sus paralelos de Mateo y Marcos, lo primero que llama la atención es que en Lucas y no en los otros sinópticos, antes de preguntar a los discípulos, “Jesús estaba orando solo”. Lucas muestra a Cristo en esta actitud de intimidad con el Padre en los momentos cruciales de su misión. Estos instantes de soledad podrán ser interpretados de numerosas formas. Probablemente eruditos exegetas más autorizados que este humilde comentarista me digan que la interpretación que yo hago es errónea, y puede que sea verdad; pero, personalmente a mí me ayuda a responder a la pregunta que hizo a sus discípulos y que entiendo como dirigida personalmente a mí cada vez que me pongo ante este Evangelio o sus paralelos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”.
Es muy común leer en cualquier tratado de cristología que la idea de “mesías” de la que participaba la gente, en general, era muy equivocada: que esperaban un mesías político, guerrero, milagrero… Triunfador de cualquier modo. Sin espacio para cualquier tipo de fracaso, mucho menos inmolado en una cruz como un criminal cualquiera.
Resulta fácil de entender que el pueblo en general, incluso sus discípulos en particular, no alcanzasen a entender la peculiaridad del mesianismo de Jesús; pero ¿y él mismo en cuanto su naturaleza humana? ¿Acaso no necesitaría el “refuerzo” y la compresión de los suyos, especialmente de su “Abba” en estos episodios tan cruciales en los que si hay algo que queda claro en los relatos evangélicos es que el Demonio tiene un inusitado interés por interpretar los acontecimientos al mismísimo Jesús?
Después del interés de Herodes sobre el personaje “Jesús” (como leíamos ayer); Lucas continúa con el relato de la multiplicación de los panes (que no entiendo porqué los liturgistas lo omiten en la “lectio continua” diaria del evangelio.) En el paralelo de Juan, aparece explícitamente el sentimiento de “fracaso” que Jesús experimenta tras este “milagro” (para cualquier otro hubiese sido un triunfo aplastante), porque no han entendido absolutamente nada y se retiró a la montaña, él solo, ¡porque querían proclamarlo rey! (Cf Jn. 6, 15). Con lo sencillo que hubiese sido para todos, empezando por Jesús, convertir la piedras en panes, ser famoso dando un triple salto mortal desde el pináculo del templo dejándose mecer por el aletear del viento hasta caer en un mullido colchón de plumas de angelitos; y como este, cuantos milagritos hagan falta con tal de conseguir el aplauso del respetable. Y ¡cómo no! Si todo el mundo lo hace: ¿por qué no negociar ante el mercado de la rentabilidad electoral lo que hasta ayer eran “valores y principios inalienables” y hoy es una lamentable “falta de consenso” con tal de salvaguardar el culo bien apoltronado en el trono de los “reinos de este mundo”?
Y el Tentador se empleó, siempre, a fondo con Jesús. Si hay alguien que tiene claro quién es “santo de Dios” es precisamente él (Cf. Mc. 1, 24). Por eso desde el primer momento en que Jesús “descubre” su “Misión” (El Espíritu de Dios está sobre mí… me ha enviado a anunciar la Salvación); el Demonio rápidamente responde a la pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. “¿Tú? Tú eres el hijo del carpintero —dirá el “mentiroso”—: Chuchi virutas, un fracasado… Y vete acostumbrando que el fracaso va a ser tu sombra mientras vivas… ¡Y mientras mueras!”.
Y como “el mentiroso” se emplea a fondo, también lo hace cada día para engañarnos sobre nuestra percepción de la figura de Jesús. Y nos engaña haciéndonos creer que como era el Mesías, el Hijo de Dios, Jesús gozaba no sé de qué “ciencia infusa” por la cual era conocedor de cómo se construyen los aerobuses; de los secretos de la física cuántica; del pasado, del presente y del futuro; y hasta el más insignificante componente de la fórmula de la Coca-cola. Total, todo una farsa teatral, con guión aprendido y con final controlado.
¡Pues, no! Cristo no vino con un “carnet de identidad” en el que ponía: Profesión: “Mesías”. Ni nació con un tatuaje en el brazo con la inscripción: “Soy el Hijo de Dios”. Su singular filiación divina fue algo que tuvo que ir descubriendo progresivamente, probablemente, desde su infancia (cuando se perdió en el Templo) hasta su entrega en la Cruz. Y como todo ser humano, se plantearía las preguntas existenciales que todos, tarde o temprano, nos hacemos: ¿Quién soy, de dónde vengo, a dónde voy?.
Ante la muchedumbre hambrienta Jesús propone un anticipo del Reino, el compartir: “Dadles vosotros de comer” (Lc 9,13) y el Maligno rápidamente le interpreta la historia: “¿Ves qué fácil?: conviertes las piedras en panes y… ¡zas!!, te hacen rey”.
Pablo Morata