La “Teshuvah”
La Teshuvah es para los judíos
la conversión, pero no la conversión
puntual, el arrepentimiento solo de unos pecados concretos, sino algo más profundo:
es el tiempo de volver.
Eso significa Teshuvah: retorno.
Es un tiempo que comprende los diez días antes al Yom Kippur, la fiesta del perdón o expiación.
Pero ¿de dónde tenemos que retornar? Y, sobre todo, ¿quién tiene que volver? “Me levantaré,
iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. (Lc 15,17-19).
Esta es la tentación: pensar que el hijo pródigo son los demás, que yo no he dilapidado la herencia de mi Padre gastándola con prostitutas. Por eso, tal vez, nuestra conversión no sea una Teshuvah y sólo nos arrepentimos epidérmicamente, pero no retornamos como el hijo pródigo, no reconocemos nuestra impiedad, nuestros juicios y condenas, nuestros deseos tan alejados de los de Dios, nuestro amor al dinero, nuestros odios y envidias, la idolatría que profesamos a nuestra voluntad.
La Teshuvah es retornar a Dios, o sea, volverse, reconocer que estoy equivocado, que he tomado un camino erróneo y darme la vuelta. Igual que el hijo pródigo.
Pero en la Teshuvah se necesita el discernimiento. He aquí la clave y principio de la reconciliación con Dios, con el prójimo y con la historia. ¿Cómo retornar, si no creo que he tomado un camino errático? ¿Por qué volver, si pienso que estoy en el camino correcto…? “El problema es mi mujer o mi marido, ¡si no fuera como es…!”
misericordia, Señor, que desfallezco
La conversión es un don que comienza en el discernimiento. Cuanto más nos conocemos, más claramente vemos la necesidad de conversión. La auténtica conversión es la que brota de lo profundo del ser, de una sabiduría que conoce la fragilidad y la vanidad de uno mismo, la de aquel que levanta sus manos desnudas a Dios pidiendo clemencia, pidiendo perdón.
¿Por qué? Porque ha descubierto que su actitud de soberbia, de codicia, de egolatría lo aleja de Dios y lo lleva a donde no quiere ir: a la muerte. “Porque mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco” (Rm 7,15). Y eso es lo que el discernimiento nos concede a través del Espíritu Santo: reconocer dónde no está la vida y, por tanto, volver, retornar. O sea, “yo no tengo razón, estoy equivocado”.
Por eso, nos suceden acontecimientos adversos, incomprensibles, de enorme sufrimiento en los que Dios aprovecha para hacerse ver y llamarnos a conversión: es el Kayrós. El Kayrós es el tiempo oportuno. Es justamente ese momento de sufrimiento, de impotencia, de absurdo, de incomprensión: cuando el hijo pródigo está revolcado entre cerdos en la cochiquera y ni siquiera le dan las bellotas. He ahí el momento oportuno, la posibilidad de volver, de entrar en la Teshuvah. Ahí aparece Dios para encontrarse con el hombre y darle la gracia de retornar.
Pero también podemos decir no a esa gracia de Dios. Puede que nuestro orgullo y soberbia nos condicionen y, por no dar nuestro brazo a torcer, sigamos revolcados en la porqueriza. O tener una actitud farisaica: aparentar, rezar, cumplir con la ley, pero tener el corazón duro como el pedernal. “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (Mt 7:21).
que se alegren los huesos quebrantados
El hijo pródigo no sólo se arrepiente de haber malgastado la herencia en prostíbulos, sino sobre todo se lamenta de su actitud, de la dirección que le ha llevado a la muerte. Por ello, la Teshuvah es humillación: la humillación del publicano en el templo, que no se atreve a levantar los ojos a Dios: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador” (Lc 18,13).
El Maligno nos invita a hacer la guerra por nuestra cuenta; nos convence de que tenemos derecho a optar por lo que queramos, a malgastar la herencia que Dios nos ha dado, que es la vida eterna. Y así, nos vamos alejando de la casa del Padre sin darnos cuenta.
La vida del cristiano es siempre volver. Dios nos da constantemente la posibilidad de volvernos a él. Hace sonar el sofar todos los días, en acontecimientos que nos remueven, que nos desinstalan, que desmontan nuestros proyectos. Es el cuerno que se nos hunde en la médula; duele, pero nos recuerda la miel y la leche de la casa del padre y el vino de la alegría que se nos ha quedado atras. Es el sonido grave que anida en el tímpano y nos invita a regresar antes de que anochezca: “…no se ponga el sol mientras estéis airados, ni deis ocasión al diablo” (Ef 4,26s). El peligro está en alejarnos tanto que no podamos oír el sonido del sofar, ni ver la mirada de Dios en el rostro de Jesús.
La Teshuvah nos acerca a la realidad, a tocar la verdad con la fe, a vivir en la esperanza. El que se vuelve a mirar a Dios está cada día más cerca de Él; el que se mira siempre a sí se queda en la oscuridad: ya no ve nada, sólo a sí mismo y a la tiranía de su voluntad.
Dios habla a su pueblo y le da la capacidad de la Teshuvah, la fórmula de la felicidad, la vuelta a la comunidad, al pueblo que camina hacia la tierra prometida: “…si de nuevo te vuelves a él y obedeces su voz con todo tu corazón y toda tu alma, como yo prescribo hoy, él cambiará tu suerte, tendrá piedad de ti y te reunirá de nuevo de todos los pueblos” (Dt 30,1-6).
clamé en mi angustia y Yahvéh escuchó mi voz
La conversión es fundamentalmente confesar que “yo no tengo razón”; “que me he dejado llevar por la fantasía, por el mundo”; “que he querido hacer mi voluntad por encima de todo y de todos…; por eso ahora estoy en Babilonia, desterrado, y no sé volver”.
Los dioses extranjeros no nos dejan retornar, sus hijos nos han deportado, nos han esclavizado y nos hacen dar vueltas a la noria, como Sansón, y encima, tenemos que cantar para divertirlos ¡Cómo quisiéramos estrellar esos pecados contra las piedras! ¡Qué honda nostalgia de Jerusalén, de la Paz, cuando miramos atrás y la vemos en nuestro recuerdo!
Pero aparecerá el Kayrós y el Señor nos enviará su gracia para encontrar el camino de vuelta hacia la casa del Padre donde un cordero será sacrificado por nuestros pecados, y su sangre derramada se transformará en el vino nuevo de la resurrección. Porque estábamos perdidos y hemos sido hallados, estábamos muertos y hemos vuelto a la vida.