“Vivir por Cristo,
con Cristo y en Cristo”
aparte de ser la conclusión
de la gran doxología eucarística,
es la síntesis del ideal de
perfección cristiana.
Las formulaciones han sido variadas:
tal vez la más expresiva sea la de Pablo:
“Y vivo, pero, no yo,
sino que es Cristo
quien vive en mí” (Gal 2,20)
o “Para mí la vida es Cristo” (Fil 1,21),
cristalizadas efectivamente
en muchos santos y místicos.
Este ideal de vida
se propone a todos:
“Vosotros, pues,
sed perfectos como
es perfecto vuestro
Padre celestial” (Mt 5,48).
El Espíritu Santo
¿Cómo se llega a esta experiencia de dar a luz a Jesucristo? Juan se quedaba extasiado ante ello: “Mirad qué amor tan grande nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3,1). Años antes Pedro se lo recordaba a las primeras comunidades de la diáspora: “Habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente” (1 P 1,23).
Juan, tan insistente en que Jesucristo es el Hijo enviado del Padre y nosotros somos también hijos de Dios, afirma: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado porque su germen permanece en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios” (1 Jn 3,9). Lo grande y hermoso es que el texto griego por germen dice concretamente “esperma”, es decir, el esperma divino permanece en los santos.
Este texto se puede aplicar directamente a Cristo: Ga 3,16 especifica que, sobre la promesas hechas a Abrahán y su descendencia (no a sus descendientes), ésta es Cristo; y “Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca, sino que el Engendrado de Dios le guarda” (1 Jn 5,18). Pero también puede aplicarse al Espíritu Santo: “En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo” (1 Jn 2,20) y “La unción que de Él habéis recibido permanece en vosotros” (1 Jn 2,27), Espíritu profetizado en el AT como unción de Cristo: “Reposará sobre él el Espíritu de Yahvé” (Is 11,2) y “el Espíritu del Señor Yahvé está sobre mí, por cuanto me ha ungido Yahvé” (Is 61,1), cuya exégesis el mismo Jesucristo la refiere a sí mismo (cfr. Lc 4,18-19), cumpliéndose el primer canto del Siervo de Yahvé (Is 42,1). Efectivamente, “bautizado Jesús (en el río Jordán por Juan)… vio [Juan] al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él” (Mt 3,16), como testifica el Bautista: “He visto al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se quedaba sobre él” (Jn 1,32).
Se puede establecer, pues, que por el bautismo el hombre es re/generado a una vida nueva, sobrenatural, distinta de la que le han dado sus padres, pues hay un germen-esperma divino que da a luz esa nueva criatura. Ahora bien, para iluminar dónde está la raíz de este germen divino, hay que remontarse al misterio de la anunciación-encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María: es ese Espíritu Santo quien deposita en las entrañas de la Virgen Madre el principio vital del Verbo encarnado: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35).
Más claro y más explícito no se podía decir: “fabricar” (permítaseme el término) a Jesucristo, Dios y hombre verdadero es prerrogativa del Espíritu Santo y la Virgen María. La Iglesia no conoce otra forma de hacernos hijos de Dios si no es mediante la acción directa del Espíritu Santo y la Virgen Madre. De la misma manera que el Padre puso la tienda de su Hijo entre nosotros (Jn 1,14), haciendo que el Espíritu Santo cubriera con su sombra a la que había de ser Madre de Dios, no hay otro camino en la Iglesia para adquirir la filiación divina sino el mismo que fijó el Padre para enviar a su Hijo al mundo: el Espíritu de ambos y la Virgen María. Nadie puede hacerse con un carné de identidad o pasaporte de hijo de Dios sin la intervención inicial y directa del Espíritu Santo y la Virgen María.
Así las cosas, es evidente el protagonismo del Espíritu Santo en la gestación del cristiano.
¿Y la Virgen María? ¿Por dónde aparece? ¿Debemos relegarla a un segundo plano, como parece ocurre en los evangelios? Por supuesto que también es evidente el mismo coprotagonismo de la Virgen María en la concepción del Verbo Hijo de Dios. ¿Dónde está, sin embargo, este protagonismo suyo en cada uno de nosotros? Recordemos solo algunos textos:
“Mi Madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8,21).
“¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron! Pero él les dijo: `Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan´” (Lc 11,17-28).
“Jesús, viendo a su madre y junto a ella el discípulo a quien amaba, dice a su madre: `Mujer, ahí tienes a tu hijo´. Luego dice al discípulo: `Ahí tienes a tu madre´” (Jn 19,26-27).
Podríamos añadir una bienaventuranza más a los ocho del Sermón del Monte —Bienaventurados los que acogen con fe la Palabra, los que creen en el Hijo de Dios encarnado, enviado del Padre, y la ponen en práctica—, porque entonces se hacen hermanos y Madre de Jesucristo; es decir, se hacen hijos de Dios no por el poder de la carne y de la sangre, sino porque nacer de nuevo (re/generación) o de lo alto (evocación del “poder del Altísimo que te cubrirá con su sombra”) es un don que viene de arriba. El evangelio de Juan es una insistencia machacona para creer en el enviado del Padre. Y, para ello, explícitamente, les quiere hacer entender que sin Él nada podemos hacer (Jn 15,5); es más, solo el Espíritu Santo los llevará a la comprensión plena de la obra de la redención (Jn 16,14), como Pablo ya había adoctrinado antes a sus comunidades del paganismo: “Nadie puede decir: `¡Jesús es Señor!´ sino por influjo del Espíritu Santo” (1 Cor 13,3). En cualquier caso, este nacimiento viene por “el agua y el Espíritu Santo” (Jn 3,5-6).
Es decir, por la fe que nos lleva a las aguas de la piscina-pila bautismal nos hacemos hijos de Dios —“¡y lo somos!”—, por obra del Espíritu Santo, que “desciende” sobre nosotros como sobre Jesús en el Jordán. Nos convertimos en hermanos de Jesús, coherederos de Cristo y simultáneamente en madre de Cristo, como si con ello se quisiera decir que en el cristiano aparece un útero espiritual que nuevamente concibe otro Cristo. Mateo es mucho más conciso que Lucas y asienta en poquísimas palabras la concepción virginal y maternidad de la Virgen: “María (…) se encontró encinta por obra del Espíritu Santo”.
No hay más explicaciones ni se necesitan: es la fe simple, concreta y perfecta, de la Iglesia primitiva. Allí donde nace Jesucristo, allí está el seno preñado de la Virgen María y la obra del Espíritu Santo. Y esta fe se ha ido iluminando y desarrollando a lo largo de los siglos, de manera que es doctrina común que cuanto se dice de la Iglesia se dice de la Virgen María y, viceversa, cuanto se dice de la Virgen María se dice de la Iglesia.
Conclusión
Los protogenitores en la gestación del cristiano son el Espíritu Santo y la Virgen María. Así, sin más.
Allí donde se gesta y alumbra un cristiano, está el útero de la Virgen María fecundado por la sombra del Espíritu Santo. Se inicia así un proceso, en analogía con nuestros embarazos, donde los “padres de la criatura” ya han dado los primeros pasos: habrá luego que amamantarlo, educarlo y llevarlo progresivamente a la maduración perfecta hasta alcanzar esa talla de la estatura de Cristo que decíamos antes.
Déjeseme repetir la metáfora, aliviándola de lo que a algunos les pueda parecer de indigna o indecorosa, que la piscina-pila bautismal de nuestros templos son “clones” del seno de la Virgen María, donde re/nacen los nuevos hijos de Dios, de la misma manera que todo hombre que viene a este mundo, está llamado a ser “clon” de Jesucristo. Toda criatura humana, embarazada de Jesucristo, se ha convertido en “clon” de la Virgen María, que, como ella, ha acogido la Palabra y, por eso, se ha convertido asimismo en Madre de Dios.
D