Una pedrada certera cerró la boca,
definitivamente, del diácono Esteban; pero no sus ojos.
Fue un día de invierno
del año 36 (o quizá del 37)
(cfr. Hch 7,55-60).
Saulo, entonces hombre joven, guardaba las ropas de los que en juicio contra Esteban habían conseguido su condena a muerte mediante su testimonio; y sabía perfectamente que según la ley (Dt 17,7) los primeros en lanzar las piedras habían de ser los testigos acusadores. Puede que también la mano de Saulo se sumara a “la de todo el pueblo, para hacer así desaparecer el mal de en medio de Israel”.
Los testigos volvieron a por sus vestidos y el hombre joven se acercó al cadáver: a pesar de la sangre, su cara seguía pareciendo la de un ángel… (Hch 6,15). ¡Y aquellos ojos! Jamás olvidaría Saulo los ojos de Esteban. Y es probable que, siendo ya Pablo, le contara a San Lucas muchos detalles de “lo de Esteban”, para que pudiera componer una parte considerable de los capítulos 6 y 7 de Los Hechos de los Apóstoles. En cualquier caso, en el relato de estos hechos tenemos una descripción magnífica del Cielo: no tanto cómo es, sino qué es; a fin de cuentas, lo que de veras importa.
Lucas, en repetidas ocasiones, dice que Esteban “estaba lleno del Espíritu Santo”: cuando lo eligieron como “servidor” (Hch 6,5); cuando atribuye al Espíritu Santo su poder de hacer signos y grandes prodigios en el pueblo (v. 8). Por este Espíritu no podían sus enemigos contradecirle ni resistir su sabiduría (v. 10). Por esta plenitud su rostro parecía el de un ser celestial (v. 15), expresando la gloria de Dios que le inundaba. Y lleno del Espíritu acabó su discurso ante el sanedrín (7, 55) y con el nombre del Señor en los labios pidió perdón para sus asesinos (v. 60).
resistencia al Espíritu, entrega a la carne
¿Cuál es el problema que nos plantea el asunto de Esteban y qué se nos revela en él, al mismo tiempo? Ante todo una denuncia, que el mismo Esteban encara al sanedrín: “¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así vosotros!” (Hch 7,51). Esta es la cuestión también de nuestro tiempo: la resistencia al Espíritu, la entrega a la carne. Dicho de otra manera: tenemos la Verdad delante y preferimos las sombras y las máscaras. Discernimos los vientos y las nubes y no conocemos el Cielo (Lc 12,56).
¿De dónde procede esta resistencia? De una duda que ya no quiere saber nada con la teodicea, y que ha vaciado el corazón de la necesaria esperanza para vivir. ¿Quién nos puede contestar a la pregunta radical por excelencia de si “está o no está Dios con nosotros?” Si el corazón se cierra al Dios verdadero, los idolillos vienen a ocuparlo y a establecerse de asiento en él. Y así el final es peor que los principios. Nos lo tenía avisado el Señor (Mt 12,43-45) “Se le ha endurecido a esta generación la cerviz; y, con el corazón encallecido, hecho de piedra (¡qué esclerocardia!)” (Ez 36,26), ya ni oídos tiene. El drama de nuestro tiempo es tan viejo como vieja es la historia del pecado original: un horizonte cerrado, de modo que, mires donde mires, no hay más que tierra…; de cielo, nada. En medio de un inmenso arenal, nos consume la sed y nos agrieta la piel del alma. Y no sólo la piel: a nivel profundo sentimos resquebrajársenos el corazón reseco…, como los que juzgaban a Esteban sentían “partirse sus corazones de rabia, oyéndole hablar” (Hch 7,52-55).
Esteban mira hacia arriba y ve el Cielo. El sanedrín en pleno rechina los dientes de rabia. Pero ¿qué es lo que ve Esteban? Dice: “Veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios” (Hch 7,56). Declaración profunda donde las haya: los cielos pueden estar expeditos u ocluidos. Pero el Cielo para ser tal, y lo es, siempre está abierto. Es decir, el Cielo es la respuesta auténtica a la pregunta radical. No interesa acerca de Dios sino saber si está o no con nosotros. Otro Dios no es más que un dios “pensado e hipotético”, como dijo el Papa en el discurso inaugural de Aparecida. Los seres humanos necesitamos un Dios que sepa de nosotros, más que nosotros saber de Él, ¡y mira que esto también es importante!
el Cielo: el mismo Jesús Resucitado
La revelación que Jesús de Nazaret nos ha hecho de Dios se compagina mal con la idea platónica de un Dios inmóvil. Dios se mueve, actúa, y de tal modo que hace la historia implicándonos e implicándose en ella. La razón del actuar de Dios (sea cual fuese la percepción que la fe posmoderna tenga de Él; ver la pág. 16 de la obra de S. Zabala, El futuro de la religión, Paidós Studio, Barcelona, 2005) es el Amor.
Su Amor le llevó a “abrir el Cielo” al destapar el sepulcro del Señor: La Pascua es la fiesta inaugural del Cielo. Desde allí nos manda el verdadero maná, el pan auténtico que, comido (“masticado” dice literalmente el texto griego [Jn 6,54-58]), da la vida al mundo.
Nuestra generación se debate entre el escándalo de un Dios así y el descorazonamiento de un Dios a la griega, que, como las estatuas clásicas, tiene los ojos vacíos, sin pupilas, y no se entera de lo que por aquí abajo pasa. No cabe duda de que en muchos aspectos es ésta una magnífica generación; pero está falta de esperanza, de esa Esperanza Grande y Verdadera que se identifica con un Dios que ama al mundo hasta el extremo (Spe Salvi, 12).
Ahora podemos reformular la cuestión definitiva de si Dios está o no con nosotros (que ya vemos que sí) en esta otra: “¿Qué podemos esperar y qué no?” (Spe Salvi, 22-24). Desde luego, de un mundo secularizado, que rechina los dientes ante todo lo religioso, y que se ufana de la muerte de Dios, nada de nada. Como dice el Papa: In nihilo ab nihilo quam cito recidimus (Spe Salvi, 2): qué pronto damos en la nada, si partimos de la nada. Por el contrario, de la misericordia y del Amor infinito de Dios, podemos esperarlo todo: el Cielo mismo.
El Cielo o está abierto o no es Cielo. De modo que decimos “ver el cielo abierto” cuando se nos abre una esperanza en las situaciones que comprometen nuestra vida, como la de Esteban. Ahora bien, esta apertura del Cielo no es otra cosa que el que el Señor glorioso esté allí junto a Dios Padre y el Espíritu Santo; de modo que el Cielo es, en su más depurada esencia, el Señor Jesús Resucitado.
“hoy estarás conmigo en el Paraíso”
Saulo mira el rostro de Esteban muerto y ve en sus ojos no el vidrio de la muerte, sino la Vida del Amor Supremo, la plenitud que lo llena todo. El Cielo es el total Amor de Dios infinitamente concentrado en el Cuerpo glorificado de Cristo Jesús. Este Cuerpo es nuestro Cielo, nuestra esperanza, pues si ya de suyo impassibilis es, no obstante es compassibilis nobis (Spe Salvi, 39). Ciertamente lo que salva al hombre no es la ciencia, sino el Amor. Me parece que el “para nosotros” o “por nosotros” de la expresión latina anterior, señala la dirección en que la Ciencia debería traducir el Amor de Dios en bienes materiales (pero de esto hablaremos otro día).
También Juan vio “el Cielo abierto y un caballo blanco montado por quien lleva como nombre Fiel y Veraz” y es jefe de las huestes que “hay en el Cielo” (Ap 19,11.14), que rige con vara de hierro, lleva una espada aguda y pisa el lagar de la cólera de Dios: es el vencedor del mal y de la muerte y por eso como título ostenta el de “Rey de reyes y Señor de señores” (v. 16), que es la traducción correcta del letrero colocado por Pilatos en la Cruz.
De aquella Cruz nos llegó esta Promesa: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43). “Conmigo” y “en el Paraíso” es una repetición que refuerza su verismo y expresa la naturaleza del Cielo, objetivamente. Desde nuestra individual subjetividad el Cielo es haber sido alcanzados por este Amor glorioso, como le ocurrió a Saulo (Flp 3,12) y nos va a ocurrir a todos nosotros, dándonos motivo o argumento de nuestra esperanza de resucitar como él (Col. 3,4).
Mientras caminamos en este mundo, extranjeros somos, cierto; pero también lo es que somos “conciudadanos de los santos, templos en el Señor y morada de Dios en el Espíritu Santo” (Ef. 2,19-22). Y viviendo así, se descansa, porque lo que fatiga y extenúa es no tener a dónde, es decir, a Quién dirigir los ojos, buscando alivio. El Cielo es camino y descanso (Hb 4, 3.11; Ap 4,13). Es felicísima la exhortación de la Carta a los Hebreos: tenemos que trabajarnos el descanso. Y la del Apocalipsis también lo es, porque nos promete que al descanso de la Vida feliz en el Cielo nos acompañarán nuestras tareas y afanes de la tierra, sobre todo los sufridos por el Reino de los Cielos. El Espíritu Santo que llena la Iglesia en un incesante Pentecostés nos ha prometido y sellado en el corazón que donde está el Señor también estaremos nosotros; de hecho ya lo estamos (Jn 14,2-3). Para esto mismo se nos fue el Señor a lo alto, y cierto que nos convino que se fuera: para prepararnos un lugar, puesto que “volverá y nos llevará con Él para así estar siempre con el Señor” (1Ts 4,17). ¿Cómo no consolarnos con estas palabras? (v. 18).
Que el Señor, Jesús ya Señor, se apareciera a María Santísima la primera de todos y que ahora ella esté en el Cielo es, tan de suyo y normal, que no fue menester que se escribiera en los textos sagrados. A mí me gustaría poder ver la belleza de la Virgen, que deja boquiabiertos a los arcángeles y serafines. ¡Y a quién no! La Iglesia le canta como a la Hija de Sión, hermosa sobre toda hermosura, y la contempla vestida de sol y con doce estrellas por corona. Y se nota que está en el Cielo, porque dice tener la luna por pedestal (Ap 12,1).
Ahora, que lo mejor de todo es que podemos llamarte, Virgen María, “Puerta del Cielo” y “Reina de los Cielos”. Santa Madre de la Iglesia y Madre nuestra: adonde Tú has llegado nosotros vamos; vuelve, pues, tus ojos llenos de la misericordia de Dios, a estos tus hijos.