En aquel tiempo, Jesús y los discípulos llegaron a Betsaida. Le trajeron un ciego pidiéndole que lo tocase. Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: «¿Ves algo?». Levantando los ojos dijo: «Veo hombres, me parecen árboles, pero andan.» Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía todo con claridad.
Jesús lo mandó a casa diciéndole: «No se lo digas a nadie en el pueblo» (San Marcos 8, 22-26).
COMENTARIO
Esta curación de un ciego en Betsaida solo se encuentra en el evangelista Marcos. En el párrafo siguiente (8,30) se nos cuenta la confesión de Pedro ante la pregunta de Jesús: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”, importantísimo pasaje que sí figura en los otros evangelios, pero la liturgia de hoy solo nos presenta para la meditación este breve relato de la curación del ciego.
Este milagro tiene gran semejanza con la curación del sordo mudo: Jesús utiliza en ambos la saliva, como impulso de vida de su propio espíritu, y en ninguno de los dos se exige la fe, a diferencia de como ha sucedido en numerosos milagros; suponemos que además de la curtación física va a darles también la fe. Los dos signos tienen lugar fuera de Galilea, en la tretarquía de Filipo, y se les conduce previamente a las afueras de la aldea. Tanto en uno como en otro, parece haber un esfuerzo mayor del Señor para liberarlos de ese mal, que les deja en la dificultad para tener contacto con el entorno social, y duramente marginados en su mundo.
La vista y el oído son fácilmente relacionados con la postura del hombre ante la fe. La ceguera inicial no permite ver las propuestas de la Buena Nueva, que se anuncia, y las sombras cierran el corazón. Ante la primera llegada de la gracia la visión no se recobra de pronto, si no progresivamente; la visión es al principio borrosa, solo ante una nueva actuación de Jesús, que lo llena todo de luz y de gracia, se produce la claridad.
La sordera incapacita para recibir incluso el mensaje, son aquellos que sordos por el excesivo ruido del entorno, ni siquiera llega a ellos la palabra que conmueve el corazón y cambia la actitud.
En ambos casos Jesús los aleja del ruido y la contaminación del mundo. Y, en el caso del ciego, Marcos aclara que, el mismo Jesús:“ …llevándolo de la mano” lo sacó de la aldea.
Fácilmente vemos como en el proceso de conversión, repetido una y otra vez durante la vida del cristiano, se hace necesario el alejamiento y la soledad, que permitan la entrada en el interior de sí mismos, donde residen la luz y la palabra de Dios.
Y ¡qué suerte sentirse llevado de la mano de Jesús!