Iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!” El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo: “Un gran Profeta ha surgido entre nosotros”, y “Dios ha visitado a su pueblo”. Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circúndate (San Lucas 7, 11-17).
COMENTARIO
Jesús caminaba, no dejaba de caminar, no se instalaba, como nosotros que nos queremos instalar burguesamente en cualquier lugar cómodo y seguro. Jesús caminaba, y con él caminaban sus discípulos y un gran gentío. Pero no caminaban por caminar. Caminaban siguiendo a Jesús.
Y caminando se encuentra con otro gentío, el que acompañaba en su dolor a la mujer viuda que acababa de perder a su único hijo. Y Jesús se compadeció de ella. Como se ha compadecido de nosotros, y nos ha dicho como al hijo muerto: ¡levántate! Cuántas veces nos ha encontrado caídos, y nos ha vuelto a decir: ¡levántate! Cuántas veces se ha compadecido de nosotros. Y cuando nos hemos incorporado gracias a su Palabra nos ha entregado al cuidado de la madre, la Iglesia, la comunidad cristiana, María.
La madre, la viuda de Naín, lloraba por la muerte de su hijo único. Como la Iglesia llora la muerte de tantos y tantos hijos, todos ellos únicos e irrepetibles, muertos a causa del pecado. Pero Jesús había dicho: bienaventurados los que lloran. Y la viuda fue bienaventurada.
También hoy la Iglesia como una madre llora por los pecados de sus hijos, y anuncia el kerigma por las plazas, para que la Palabra de Jesús ponga en pie y resucite a tantos muertos por el pecado de esta generación.