“Dos ciegos seguían a Jesús, gritando: “Ten compasión de nosotros, hijo de David”.
Habían oído el nombre del Señor; hasta sus oídos habrían llegado también noticias de las curaciones que había realizado con otros enfermos: cojos, lisiados, ciegos, sordos, .., y quieren aprovechar la ocasión.
Estos dos ciegos saben que no ven, que sus ojos no pueden apreciar la luz en toda la realidad que les rodea. Y claman, con voz potente, al Señor.
Le buscan, y quieren “mirarlo”, “conocerlo” en toda su realidad. No se les ocurre pensar: “No vemos nada fuera de nosotros; el que está pasando tan cerca es un fantasma, fruto de nuestra imaginación. Es una ilusión de nuestra cabeza”, y continuar mudos.
Claman, y le siguen:
“Al llegar a la casa se le acercaron los ciegos, y Jesús les dijo: ¿Creéis que puedo hacerlo?. Contestaron: “Sí, Señor”.
Como a los ciegos, el Señor también nos pide a nosotros Fe. Ellos le muestran sus ojos ciegos y “creen” que puede abrírselos. Nosotros le mostramos nuestras miserias, nuestros pecados, y, arrepentidos de haberlos cometido, creemos firmemente que puede, que quiere perdonárnoslos.
“Entonces les tocó los ojos, diciendo: “que os suceda conforme a vuestra Fe”
Los ciegos se dejan tocar por Cristo. ¡Cómo vivirían en su ceguera esa cercanía del Señor! ¡Cómo todo su cuerpo se estremecería al contacto con las manos del Salvador!.
Se dejaron tocas, y fueron curados. Mt, 9, 27-31.
Acabamos de vivir el Año de la Misericordia. La Iglesia nos ha ofrecido a todos la cercanía del Señor en el sacramento de la Reconciliación para que, en un gesto humilde, arrodillados ante Él, vivo en la persona del sacerdote, recibamos la ternura del perdón de Dios.
El pecado pesa en nuestra alma, en nuestro carácter, en nuestro actuar, como la ceguera pesaba en la mente de aquellos hombres. A veces no queremos admitirlo, ni queremos reconocer que somos pecadores, Ellos no podían ver. Nosotros podemos; pero a veces nos obstinamos en no reconocer nuestro pecado. Se nos hace muy cuesta arriba, en no pocas ocasiones, el amar a Dios, el amar al prójimo, el servir a nuestros hermanos, el pedir perdón a quienes ofendemos con nuestras acciones, con nuestras palabras. Y en ocasiones nos empeñamos en hacer el mal, en ofender a Dios, en rechazarle y en despreciar sus mandamientos.
No descubrimos el tesoro de amor a Dios y a nuestros hermanos que podemos vivir en esas acciones pequeñas de servicio en cualquier momento; y aunque a veces queremos hacer el bien, nos dejamos vencer por la tentación, por el pecado.
Al contacto de las manos del Señor, los ojos de los ciegos se abrieron.
Nosotros, no obstante vivir el sacramento de la Reconciliación, nos recuerda el Papa Francisco: “sentimos fuerte el peso del pecado. Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son consecuencia de nuestros pecados. En el sacramento de la Reconciliación Dios perdona los pecados, que realmente quedan cancelados; y sin embargo, la huella negativa que los pecados tienen en nuestros comportamientos y en nuestros pensamientos permanece. La misericordia de Dios es incluso más fuerte que esto. Ella se transforma en indulgencia del Padre que a través de la Esposa de Cristo alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo, consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor más bien que a recaer en el pecado” (“Misericordiae Vultus, n. 22).
Los ciegos han recobrado la vista, y el Señor les manda algo que les puede sorprender:
“¡Cuidado con que lo sepa alguien!”
No le obedecen. Es tal el gozo de ver que les llena el alma; que se lanzan a transmitir a todos los que se encuentran en el camino, las maravillas que el Señor ha hecho con ellos.
¿Cómo podían guardar silencio y no expresar a voz en grito el gozo que en aquellos momentos llenaba de luz sus ojos, su corazón?
“Pero ellos al salir, hablaron de Él por toda la comarca”.
La Virgen Santa María canta el Magnificat al ver las cosas grandes que en Ella ha hecho el Señor. Acompañándola caminando hasta Belén en este tiempo de Adviento, preparamos nuestras almas para cantar el gozo de recibir al Señor, el Niño Jesús, en nuestra tierra, en nuestra casa, en nuestro corazón. Y agradeciéndole de todo corazón el perdón que nos ofrece, nos acogeremos a su Misericordia, y le pedimos la gracia de no ofenderle, de no pecar; de no apartarnos nunca de Él, de su Amor.