En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?. Ellos le respondieron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas». «Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?. Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Y Jesús le dijo: «Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo». Mateo 16 13-19
No basta con afirmar que Jesús es el Mesías esperado y el hijo de Dios, es nuestra actitud de fe y nuestra solidaria generosidad la que fundamenta la esperanza de nuestros hermanos, y por ello somos enviados sus discípulos, como lo fueron Pedro y Pablo, que por caminos diversos, los dos congregaron la única Iglesia de Cristo. Ahí está la clave, ahora nos toca a nosotros interpretarla al gusto de Dios.
“¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio!” (Rm 10,15). Con estas palabras de Isaías, citadas por san Pablo, la Iglesia ilumina, acompaña y camina hacia el aprisco seguro. La dinámica entre encuentro personal, conocimiento y testimonio cristiano es parte integrante de la verdad que la Iglesia ejerce en medio de la humanidad. La revelación de Dios ofrece a cada generación la posibilidad de descubrir la verdad última sobre la propia vida y sobre el fin de la historia.