Cierto es que la fe es una experiencia. Uno por mucho que se lo proponga no puede llegar a amar a Dios si no ha experimentado que le Él amó primero. Tener la certeza de que existe un Padre en el cielo deseoso de tener un encuentro vital con cada uno para llevarnos a una nueva dimensión, no se compra ni se vende. Saber que ante la alegría o ante una situación calamitosa, ahí está el Padre, compañero del hombre, consuelo del sufriente, es un gran misterio que no todos llegan a conocer.
una trascendencia que se resiste
El mundo en el que vivimos no favorece la trascendencia. Conocemos lo que tocamos, lo que se puede probar con los sentidos. El aquí y el ahora son adverbios que dominan el trasiego de la vida. La prisa invade nuestro devenir diario. Aunque nadie nos espere, da lo mismo: corremos sin sentido como si fuéramos a perder un tren cuya parada final desconocemos.
Somos lo que consumimos. Se nos considera en tanto en cuanto asciende el precio de nuestros zapatos, la calidad de nuestro coche o las dimensiones del despacho que ocupamos. Tanto es así que si perdemos estos valores económicos, directamente también cae en picado nuestra credibilidad en el círculo social en que nos movemos. ¿Acaso ya no somos los mismos? Bueno, no a los ojos de los demás, porque dejamos de poner de manifiesto que hemos nacido para triunfar y hacemos presente la parte contraria del tapiz, aquella en la que se ven los nudos y remates de los hilos, tan necesaria, dicho sea de paso, para que se pueda admirar la belleza del tapiz en su plenitud.
crecer siendo Dios un desconocido
Dado que el entorno social está cambiando y el hombre moderno del siglo XXI tiene sus expectativas puestas en aquello a lo que alcanzan sus ojos y raramente levanta la cabeza en un ángulo superior, está surgiendo una nueva realidad de la que todavía no conocemos sus consecuencias, pero que, sin tardar ya mucho, podremos vislumbrar.
Se trata de la negativa de muchos padres a acercar a sus hijos a la Iglesia. Miles de niños ya no están bautizados en España. Otros tantos no toman su primera comunión y ni tan siquiera tiene una idea remota de la Sagrada Escritura. Adán y Eva, Moisés o el rey David han pasado a ser personajes que suenan pero se desconoce su contexto. San José y la Inmaculada Concepción por lo menos parecen ser importantes, puesto que el calendario les reserva la categoría de fiesta nacional.
Es verdad que uno transmite lo que vive. Si los padres no sienten la cercanía de Jesucristo vivo y resucitado en sus vidas, difícilmente lo pueden hacer llegar a sus descendientes. En lo humano no me cabe la menor duda de que se trata de padres impecables en la crianza de sus hijos. Preocupados por su salud, por su formación humana y académica, ofrecen lo mejor que está a su alcance y un poco más para la trayectoria vital de su prole. Pero… ¿qué hay de su derecho a trascender?
quién hallará respuesta a las cuestiones vitales
Si a ese niño que nace, a esa criatura que Dios ha creado con una misión específica se le niega su derecho a trascender, a mirar al cielo sabiendo que es su destino final, ¿puede realmente llegar a ser feliz?
No me refiero a predestinarlo a ser un desgraciado, a no saber disfrutar de la vida, a estar abocado al fracaso. El sufrimiento no hace distinción de sexos ni de personas. Espera pacientemente a todo hombre sin excepción y tanto los cristianos como los paganos lo reconocemos incluso a distancia. Estoy hablando de saber hallar respuestas a esas cuestiones tan íntimas del ser humano, como ¿quién soy yo?, ¿para qué vivo?, ¿a dónde me dirijo?, ¿existe algo tras la muerte?
Nadie tiene garantizada la fe. Se trata del tesoro más valioso que el hombre posee, pero también del más frágil. Puesto que, como decía San Pablo lo llevamos en vasos de barro y encima el Príncipe de la Mentira se empeña todos los días en arrebatárnoslo, no hay duda de que mantener encendida la lámpara de aceite para iluminar nuestra existencia con la verdadera luz se convierte en un combate diario a brazo partido con los envites de este mundo.
cómo saber que el perdón es posible
Quizá nuestros hijos, hacia los que nos empeñamos en hacerles llegar el amor de su Padre del cielo, desprecien —haciendo uso de su libertad— la semilla que un día les pusimos ayudados por la fe de la Iglesia. Puede que nos pidan la herencia que les corresponde y como el hijo pródigo decidan recorrer los caminos lejos de la hacienda del Padre. Tendrán un tiempo, dos tiempos, tres tiempos… A lo mejor vuelven a casa después de comer las bellotas, a lo peor no.
Pero cuán difícil será si no saben que existe un camino de retorno a la casa paterna, a la Jerusalén celeste. ¿Cómo podrán acercarse al sacramento de la Penitencia y, una vez perdonados por el mismo Jesucristo, reconciliarse consigo mismo? ¿Cómo podrán experimentar el infinito amor de Jesús que da la vida por ellos, que se entrega en el pan y el vino para que puedan a su vez amar y dotar a su limitada existencia de un sentido trascendente? ¿ Quién les dirá que para Dios son especiales, únicos, irrepetibles? ¿Cómo llevarles la buena nueva de que el Cielo es su patria y ha sido ganada gratuitamente para ellos? ¡Oh!, cuántos interrogantes sin poder contestar
maniatados ante la transmisión de la fe
Los abuelos pueden jugar un importante papel en la transmisión de la fe a los nietos. Aunque sólo sea por la experiencia que otorga la edad: saben distinguir perfectamente entre lo principal y lo accesorio en la vida. Su proximidad ante la muerte —como recalcó Benedicto XVI en el Encuentro de las familias en Valencia en 2006— también les confiere una sabiduría especial que ningún nieto debería desaprovechar. Pero a tenor de lo que se observa a nuestro alrededor, no todos los padres opinan lo mismo.
Algunos abuelos tienen vía libre para ir con los nietos al circo, al parque, a recogerlos y llevarlos al colegio, a disfrutar de los insuperables guisos de la abuela o de sus confecciones en tela, pero cuando se trata de hablarles de Dios o de acompañarles a las celebraciones religiosas, ése es otro cantar. Ahí muchos padres sacan los dientes y se lo prohíben tajantemente a los abuelos. Cuántos hay, pues, que sufren por ver cómo se les niega a las siguientes generaciones las bondades de conocer el amor de Dios y ser miembro activo de su pueblo. ¿Qué ha ocurrido entonces?
negar el cielo en pro de una libertad que no existe
Indudablemente los padres juegan con ventaja. Unos y otros están en disparidad de condiciones. A aquéllos al menos se les llevó a la Iglesia. Aunque sólo fuera por tradición, su nombre se escribió en el Libro de la Vida para que formaran parte del pueblo numeroso de los bautizados, de los hijos de Dios. La mayoría de ellos saben lo que es ser perdonado por Jesucristo y la alegría que proporciona el comulgar. Sí, ya sé, esas cosas —se dice— pasaron hace muchos años y sin una conciencia clara; pero, realmente, ¿sucedían sin saber lo que se hacía o quizá con una fe incipiente pero segura? Fuera como fuera, ellos han podido elegir. Entre los dos caminos que han tenido acceso han optado por uno.
Sin embargo sus hijos no son tan libres. Ellos no van a poder elegir, únicamente se dejarán llevar por un camino trazado de antemano. No conocemos la historia de salvación que Dios tiene con cada uno. Él en su infinita misericordia ya se encargará de tropezarse en su vida para convertirse en opción de vida eterna. Pero nadie puede negar que lo tendrán más difícil o, cuando menos, no tan accesible.
Ser padre es una de las tareas más gratificantes, pero también de enorme responsabilidad en la vida del hombre. Nos mueve el amor incondicional, pero nos acompañan nuestras limitaciones. Las intenciones siempre son buenas, los resultados a veces no tanto. Ojalá ningún hijo tuviera motivos para pronunciar la terrible frase acusadora: “Papá, mamá, ¿por qué me habéis negado mi derecho a trascender?.