Un colaborador de Buenanueva nos envía estas líneas que la revista dedica a todos los lectores de la tercera edad
70: número bíblico
Cuando cumplí 50 años me pareció una proeza, como si hubiera puesto una pica en Flandes; ahora, casi de repente, sin proeza alguna y sin picas en Flandes, estoy en el umbral de los 70 y comienzan a hacérseme huéspedes los dedos en las manos, a movérseme el suelo bajo los pies como si anduviera por arenas movedizas, aunque 70 no deja de ser un número bonito con entrañables reminiscencias bíblicas: 70 fueron los descendientes de Jacob que emigraron a Egipto (Gn 46,27; Ex 1,5); 70 los notables que subieron con Moisés al Sinaí (Ex 24,1); 70 los hijos de Gedeón (Jc 8,30) y los de Acab (2R 10,1); 70 los ancianos de Israel que adoraban ídolos (Ez 8,11) y 70 los sacerdotes del falso dios Bel (Dn 14,5); 70 los traductores de la Biblia hebrea al griego y 70 veces 7 hay que perdonar (Mt 18,22).
fugacidad del tiempo
Hecho este rápido repaso, releo, musito y rezo con frecuencia que “aunque uno viva 70 años, y el más robusto hasta 80, la mayor parte son fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan” (Sal 90,10). Y entonces veo la imagen de aquellos antiguos relojes de sobremesa con su inexorable y odiosa leyenda “Tempus fugit”, que me hace presente la fugacidad del tiempo, algo que “si nadie me lo pregunta —diría San Agustín—, sé lo que es; pero si alguien me pide que se lo explique, no sé responder”.
Es verdad: de pronto caigo en la cuenta de que hace algunos años se me habían abierto de par en par las puertas de la tercera edad y que ahora la ancianidad ha venido —y yo sí sé cómo ha sido—, ha venido, digo, y con prisas, a mi encuentro, con toda su cohorte de achaques de todo género, con la temida, venerada y refutada vejez y con la más inquietante y esperada muerte, que da sus aldabonazos potentemente de vez en cuando, con plazos más cortos cada vez. Y, así, se me ha hecho más acuciante lo efímero de la vida, como dice el mismo salmista: “Mil años en tu presencia son como un ayer que pasó” (Sal 90,4, citado por 2P 3,8), o, como recordaba Santa Teresa, “la vida es una mala noche en una mala posada”, tal como había dicho lapidariamente tiempo atrás el santo Job —“la vida del hombre acá abajo es como un duro servicio militar” (Jb 7,1)— y como, de hecho, rezamos en la “Salve”: “A ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”.
He recordado vivamente a mis padres y a mis abuelos, y os invito a todos a hacer algo parecido: seamos realistas comprobando cómo se cumplen las palabras de los sabios bíblicos. Nuestros predecesores tuvieron su tiempo, tiempo que también huyó como una sombra que pasa, porque “hay un tiempo para cada cosa” (Qo 3,1.17), de la misma manera que también para nosotros “caerá en el tiempo nuestro nombre en el olvido” (Sb 2,4), pues “no hay recuerdo duradero ni del sabio ni del necio; al correr de los días, todos son olvidados” (Qo 2,16) y, dentro de equis años, nadie nos recordará: de hecho, nuestros cementerios están repletos de lápidas que rezan “No te olvidamos” y hace tiempo que sí que están olvidados. El libro de Job (7,10.16; 9,25; 10,5; 14,11) y los salmos (90,9; 102,4-12; 103,15; 144,4) son contundentes y apabullantes: nuestros días son una nube de humo, una sombra que pasa, hierba de un día.
Tú has sido bueno conmigo y me prometes aún lo mejor
Voy a cumplir 70 años y puedo gritar jubiloso que Dios ha sido bueno conmigo y ha hecho cosas memorables; como el levita, que en el reparto de la tierra prometida no tuvo porción alguna (cfr. Dt 10,9; 18,1), sino que su parte consistía en el servicio sacerdotal a las demás tribus, yo también estoy “contento con mi lote y mi heredad” (Sal 15,5), aunque tantas veces no lo haya entendido y haya protestado, porque, como le había dicho desde antiguo a Abrahán, “Yo mismo seré tu gran recompensa” (Gn 15,1; cfr. Ez 44,28).
He entrado con gozo en la senda de la ancianidad que me acerca al ocaso de la vida, porque ésta me ha enseñado que “la ancianidad venerable no es la de muchos días ni se mide por el número de años; la verdadera canicie para el hombre es la prudencia” (Sal 4,8-9). Por eso, echando la vista atrás, a esta pila de años pasados, no seré yo el que añore mundanamente los “días de vino y rosas” (aquella película de los primeros años sesenta), ni que repita neciamente que me quiten lo “bailao”, “porque más vale un día en tus atrios (Señor) que mil en mis mansiones; estar en el umbral de tu casa que habitar en los palacios” (Sal 84,11).
No, no seré tan inconsciente de caer en la nostalgia del pasado: “No digas: ¿Cómo es que el tiempo pasado fue mejor que el presente? Pues no es de sabios preguntar sobre ello” (Qo 7,10). Para nosotros, los cristianos, que “en la esperanza fuimos salvados” (Rm 8,24, cfr. la carta encíclica “Spe Salvi” de Benedicto XVI), lo mejor está siempre por venir, porque la vida del cristiano es vivir lanzado hacia delante (cfr. Flp 3,13), sin mirar atrás ni arrugarse ante el sufrimiento y la muerte, pues “morir es con mucho lo mejor” (Flp 1,23), incluso porque, tal vez, “morir joven es morir a los cien años” (Is 65,20): en todo caso, por fin me encontraré cara a cara con Jesucristo resucitado, en la gozosa esperanza misericordiosa —que Dios me coja confesado— de que me tome de la mano y me lleve con Él al Reino de su Padre.
para Ti, Señor, lo que me queda de vida
Por eso, como decían los clásicos, “motus in fine velocius”: al final de la carrera, próximos a la meta, viene el último “sprint”, quiero decir que no se trata de rezar más deprisa, sino más tiempo, pues éste huye cada vez a más velocidad y apremia emplear y aprovechar el que queda en oración continua, porque “la noche está avanzada…; el día se avecina… La salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe” (Rm 13,11-12). Efectivamente, ya me quedan tan sólo menos de 70 años desde las fechas de mi bautismo.
Y, ahora, cuando se abre este bruto panorama de la eutanasia, espero de esa misericordia de Dios una muerte santa, “como la muerte de tu Justo” (Nm 23,10); no una “muerte digna”, como nos proponen recientemente.
Te presiento, Señor, en la cercanía… Veo que “viene el Señor con poder y su brazo lo sojuzga todo. Ved que su salario le acompaña y su paga lo precede” (Is 40,11). No, tampoco me hago ilusiones, pues “tengo siempre presente mi pecado” (Sal 50,5), que me lleva a gemir como un pobre reo (“ingemisco tamquam reus”, del “Dies irae”); pero sé que Tú no tienes memoria y confío en tu Hijo Jesucristo que presenta ante Ti, por mí, sus cinco llagas.