Esta palabra del Señor lleva a plenitud aquella de Isaías:
“¡No habrá ya oscuridad para la tierra que está angustiada!. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo. El celo del Señor del universo lo realizará” (Is 8, 23; 9, 1-2-6)
(Jesús, este párrafo está hecho a base de citas sueltas, pero no completas, y creo que puede dar lugar a confusión. En el texto de abajo he puesto cada frase de dónde procede. Elige tú el que más consideres)
“¡No habrá ya oscuridad para la tierra que está
angustiada!. (Is 8,23). El pueblo que caminaba en tinieblas
vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras
de muerte, y una luz les brilló. (Is 9,1). Acreciste la alegría,
aumentaste el gozo (Is 9,2). El celo del Señor del universo
lo realizará” (Is 9,6)
La sal da la salud, previene la corrupción y cura las heridas y magulladuras. Por su parte, la luz posibilita la habitabilidad de un lugar y la viabilidad de un sendero.
Para el Antiguo Testamento la leche y la miel eran frutos y signos de la Tierra prometida; se sabía cuándo se pisaba tierra bendecida por Dios si de esta brotaba la leche y la miel. Nada de esto se ha perdido en el Nuevo; todo lo contrario. A la dulzura y nutrimiento de la tierra antigua se añaden ahora dos elementos que la amplían y enriquecen extraordinariamente: la salubridad y la habitabilidad en la paz, como categorías específicas del Reino de Dios inaugurado por Jesús de Nazaret.
Solo con la intención de hacer, quizá, más comprensible el mensaje de Mt 5, 13-16, podrían traducirse estos versículos muy apretadamente por “Vosotros sois la sal y luz para Tierra”, como si el Señor comprometiera la salud y habitabilidad de la tierra a una tarea que define la relación que tendrán sus discípulos con Él mismo como Mesías del Reino.
El Señor, porque tiene autoridad para ello, cambia la miel y la leche por la sal y la luz nuevas. Más aún, este cambio, esta plenitud de lo uno en el otro propone Jesús que se opere en virtud de una extraordinaria transformación de sus discípulos: la sal y la luz son ellos; y nada se exige como condición previa sino la escucha y aceptación de esta palabra. Así, pues, de lo que se trata es de comprender el alcance que tiene el calificativo de sal y luz como indicadores de una realidad que se opera en los discípulos para bien de toda la tierra. Ya el mismo verbo ser apunta a que se trata de transformaciones profundas, más en el orden de la realidad y de la naturaleza que en el de las formas externas de aparecer como tales.
doble sentido: abrasador y sanador
Lo que quiero decir es que si un discípulo (uno de nosotros mismos) escucha de su Maestro que, porque Él así lo declara –recordemos la virtud del “Yo os digo”, de la catequesis precedente- es sal y la luz, ¿qué entiende de sí mismo?, ¿qué cree que el Señor le atribuye, y en función de qué o de quién? Estas preguntas pertenecen a la centralidad misma de Mt 5, 13-16.
“Vosotros sois sal”. Dos son, ciertamente, los sentidos de “sal”, y son diametralmente contrapuestos: la sal abrasa y esteriliza la tierra sobre la que se siembra, y la sal cicatriza, sana las heridas, reduce las inflamadas articulaciones, y conserva en buen estado los alimentos.
En el primer sentido no puede entenderse, en absoluto, el dicho de Jesús. Cuando los discípulos le piden que baje del cielo fuego y azufre para abrasar las ciudades que no quisieron acogerles, la respuesta del Señor es más que una recriminación o reprimenda a sus malos sentimientos; ahonda sus miradas en lo profundo de su corazón para que vean de qué raza de personas pueden proceder semejantes deseos.
Jamás el cristianismo como tal ha pretendido “quemar la tierra” de nadie; ni se ha presentado como la sustitución de una religión arrancándola de cuajo. No se ha impuesto con la sangre de la guerra y de la violencia, sino con la de los mártires. Por eso el calificativo de “guerras de religión” que atribuimos a conflictos antiguos y actuales, es erróneo y contradictorio en sí mismo, al menos en cuanto a lo que las religiones tienen de verdadera expresión del designio de Dios para con los hombres: desde luego del corazón cristiano no nace la guerra en nombre de Dios; nuestro Señor tiene por título de su mesianismo “Príncipe de paz”.
Ahora que, tampoco hemos de dar por bueno el sincretismo religioso en el que se amalgaman confesiones de toda índole, vaciando el sentido histórico y encarnacionista de la revelación de Dios en Jesucristo como un hecho o acontecimiento en que todas las religiones cobran su sentido definitivo. En el pasaje de Jesús con la Samaritana, narrado en el evangelio de Juan, tenemos claro ejemplo de lo que vamos diciendo: Palabra y agua de vida son símbolos de la acción fertilizante y purificadora del Hijo de Dios en cada hombre (la samaritana) y en la humanidad entera (los vecinos del pueblo aquel, que creen porque “ellos mismos han oído” (Jn 4, 42)
De algo bueno habla el Señor: “Buena es la sal”. Muy buena debe ser porque si se devalúa, nada puede hacerse con ella más que tirarla a la calle, ni siquiera sirve para el estercolero, que ya es decir, como escribe Lucas (14,35), y sabemos desde hace tiempo que solo es pésima la corrupción de lo óptimo. ¡Cuán buena, pues, ha de ser la sal que puede deteriorarse hasta ese grado de corrupción!
Entonces: ¿en qué reside lo estupendo y buenísimo de este ser, aparentemente al menos, tan pequeño, tan sencillo. . . tan “cristalino”. . .?
símbolos del permanente combate
En la Sagrada Escritura observamos, también en el tema de la sal y sus efectos, la tensión entre el Antiguo Testamento y el Nuevo: de la consideración de la sal como algo que ha servido como castigo de la maldad e impiedad, y como elemento de conservación, purificación y Alianza, se va paulatinamente pasando hasta la plenitud de su virtualidad salvífica en Jesucristo; por eso el Señor la recomienda como condimento habitual: “Tened sal en vosotros “ (Mc 9, 5).
De hecho , sal y agua tienen en la Escritura cierta confluencia o convergencia en sus significados salvíficos. Las tierras saladas y las aguas insalubres y no aptas para beber ni albergar la vida, un día se transformarán, en virtud de las aguas que brotan del lado derecho del templo (Ez 47, 8s), en hontanar de salud, en corrientes de agua de vida, que sanearán el mal salado, y serán capaces de regenerar la tierra estéril y salitrosa.
Las aguas brotan del lado derecho; del lado donde el Señor, clavado en la cruz, tenía abierta la herida, que era una fuente y manantial de su Amor extremo. El mal salado de Ezequiel y la tierra abrasada por la sal que Abimélec echó sobre la ciudad vencida (Jue 9, 45), de modo que ya nada pueda crecer sobre ella (Dt 29, 22) son símbolos del pecado, que desertiza y mata. La dialéctica que presentan estas dos imágenes, el agua viva brotando a raudales del Templo y el mar y la tierra muertos por la sal, muestra el drama en que se debate la historia de la humanidad. La clave para comprender el acontecer histórico en su honda realidad estriba en esta lectura. El sentido bíblico de la historia reside en que los acontecimientos humanos se nos presenta situados en estas coordenadas de lucha y combate entre la vida y la muerte: la fecundidad y la esterilidad. La sal, bien en el agua, bien sobre la tierra, expresa la muerte: la destrucción orgánica que se opera con la sal manifiesta qué clase de muerte acarrea el pecado.
Es un hecho confirmado por la experiencia: el pecado mata por desecación, entre otras formas más: absorbe la humedad que se necesita para vivir, calcina las raíces que suministran el alimento.
agente transformador
Incluso escatológicamente tiene la sal, en esta dimensión negativa de que hablamos ahora, su capacidad de explicación de esas cosas que llamamos “últimas” (o novísimos). ¿Podríamos pensar el infierno como lo contrario de aquella tierra fecunda, verde y acogedora, definitivo descanso de nuestro peregrinar? Quizá sí: el infierno –en este imaginario- sería la tierra yerma, seca por la sembraduría de la sal. Y por estar llena de tinieblas: La conjunción de tinieblas y extremas aridez conforma un paisaje desolado y desolador, tétrico, fantasmal, en el que los aullidos de los demonios ponen los pelos de punta con sólo imaginarlos. Gracias a Dios apenas podemos barruntar qué es el infierno. Si lo supiéramos bien y pecáramos mortalmente, nuestro corazón se pararía. Por eso para volver del pecado a la gracia nos mueve tanto el miedo al infierno cuanto la atracción del amor de Dios. Y el Cielo, la otra cosa última que podemos tratar de imaginar, es fácil de concebir, sin nada de sal: verdes praderas- donde nos hace recostar el buen pastor.
Los alimentos, por otra parte, reciben de la sal una condición que de sí mismos no tienen: perduran, alargan su vida para así nosotros mantener la nuestra. Y además cobran sabor. Es curioso que, si se suministra en su justa medida, la sal no se nota; lo que se nota (y se nota más) es el sabor propio del alimento que ha sido salado. Ya en Lev 2,13 y Ez 43, 24, los sacrificios y ofrendas deben ser convenientemente sazonados con sal. La sal preserva a la ofrenda de insipidez o de encontrarse en mal estado. Es necesario que el alimento ofrecido a Dios se mantenga en buen estado “por una tiempo”, el tiempo conveniente. Este tiempo expresa y confirma la permanencia y fiabilidad de la alianza contenida en la ofrenda (Lev 2,13). Por la parte que a Dios toca, su Alianza es pura, sana y duradera; lo mismo debería ser por parte del hombre.
Un sacrificio puro, una ofrenda que sella la Alianza nueva y eterna, indefectible, es el del Cordero de Dios. Por eso la eucaristía es sacrificio pleno y perfecto, y, además, prenda de la Vida del Cielo. Este no será otra cosa que el culto debido a Dios tributado en su forma plena: el Amor de Dios se verá allí correspondido adecuadamente con otro que estará ya libre de las servidumbres propias de nuestra condición de mortales. En el Cielo conoceremos como somos conocidos y amaremos como somos amados, naturalmente a escala nuestra. La resurrección de nuestra carne conocerá el efecto radicalmente transformador de la sal de la Resurrección del Señor.