En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (San Mateo 5, 13-16).
COMENTARIO
Esta mañana, saliendo de la iglesia, iba dándole vueltas a la cabeza pensando cómo acometer el comentario al evangelio de hoy. Sobre este relato hay escritas infinidad de reflexiones y muy buenas, por lo que lo fácil hubiese sido apoyarme en éstas o incluso remitir a alguna de ellas directamente. En esto que caigo en la cuenta al salir al atrio del templo que me encuentro en ese mismo instante pisoteando un montón de cristalitos de sal. Evidentemente es sal de mala calidad, probablemente no sirva para uso culinario. Pero, así lo afirman los químicos, la sal no puede volverse sosa. Aunque aparentemente sea inútil, no pierde sus propiedades. Tiene otra utilidad, quién sabe si mayor. Por eso, los operarios municipales derraman, durante estos días gélidos y de madrugadas escarchadas, sal que, aunque de mala calidad, convenientemente esparcida en espacios umbríos o lugares frecuentados por personas mayores, como la puerta de la iglesia; o por niños saltarines y distraídos, como las entradas de los colegios; ¡vete tú a saber cuántas caídas y lesiones han evitado! No sabemos el número de los beneficiados, ni el alcance de los daños que no se han producido. Pero podemos aseverar que el beneficio está ahí.
Volviendo al texto de hoy, no quisiera pasar de soslayo que está en el contexto de las bienaventuranzas. Aquellos a los que nuestro mundo llama “desgraciados”, Jesús los llama dichosos. Aquellos a los que el mundo desprecia (en el sentido más etimológico de la palabra: que han perdido su precio, que no valen nada, que son inútiles) son preciosos a los ojos de Dios (cf. Is. 43, 4).
Hoy la sal y la luz son cosas poco apreciadas. La sal carece casi de peso específico en la “cesta de la compra”. No creo que ningún economista culpe la escalada de la inflación al precio de la sal. Puede que sí al de la luz, pero en realidad se refieren a la electricidad; la luz en sí es fácil de obtener. Ya ni tan siquiera hay que dar a un interruptor; basta que te acerques a un lugar oscuro y de forma automática: ¡la luz se hizo!
No debían resonar igual estas palabras en los oídos de los discípulos y la muchedumbre del Sermón de la Montaña. En este tiempo la sal era algo valiosísimo, para conservar, para dar sabor, para purificar… de hecho se utilizaba como forma de pago (salario). Si hoy alguien te dice que vales lo que la sal, pues no le darás mucha importancia; ¡pero si te dice que vales lo que un salario…!
Lo mismo la luz. Aparte de su alto valor pues se obtenía del aceite (éste si que ha sido apreciado siempre, el “oro verde”) el mero hecho de obtener fuego era trabajoso en sí mismo, por lo que se hacía necesario conservar encendida la llama. ¿Y si la llama no alumbra como debe? Pues, “el pábilo vacilante no lo apagará” (cf. Is. 42, 3). No hay cosa más molesta y mareante que la llama de un candil que arde a saltos. Sin embargo, puede ser muy útil para encender otras candelas…
¿Y si la sal se vuelve sosa? En Palestina, la sal procedente del Mar Muerto, bastante impura, era desechada para su uso y despreciada. Hoy, nadie que haya visitado la “Tierra Santa” habrá regresado de ella sin que le hayan informado (y vendido) sobre esas sucias y negruzcas sales y su infinidad de propiedades curativas.
Los discípulos de Jesús son necesarios e insustituibles en nuestro mundo. Dios ha elegido un pueblo y lo ha puesto en lo alto de un monte. Jerusalén brilla como una luz, se ve de lejos: el oro de la cúpula de la Mezquita de Omán. Pero no creo que sea a esto precisamente a lo que se refiere lo de “brille así vuestra luz”.
La “Nueva Jerusalén”, la Iglesia sigue siendo la Sal y la Luz del mundo. Tantas veces denostada, tantas veces intentando silenciarla y esconderla debajo del celemín, tantas veces, como la sal en la escarcha, donde al mismo tiempo que es pisoteada, está salvando de dolorosas y lesivas caídas.
¡Quién no conoce a alguien que juzga, rechaza, ridiculiza… a la Iglesia, pero cuándo no saben qué hacer con su padre anciano te preguntan: “¿no conocerás tú a unas monjitas que…?”! ¿Cuántos presos que no han querido saber nada de religiosos o curas ni nada que se le parezca y, cuando sufren la cárcel, buscan su “tabla de salvación” en los capellanes o voluntarios cristianos solo por el hecho de que les escuchan sin juzgarles?… ¡Cuántos samaritanos que se acercan al hombre herido en el camino de la vida y cargan con él, allí donde otros simplemente dieron un rodeo!
Y no ha de ser motivo de vanagloria. El domingo pasado, S. Pablo nos animaba a pasear la vista alrededor de nuestra asamblea: “lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso… lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que… el que se gloríe, que se gloríe en el Señor. (Cf. 1Cor. 1, 26-31).
Y, sin que la mano derecha sepa lo que hace la izquierda… “alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.”