En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo le rogó que fuese a comer con él.
Él entró y se puso a la mesa.
Como el fariseo se sorprendió al ver que no se lavaba las manos antes de comer, el Señor le dijo:
-«Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, pero por dentro rebosáis de rapiña y maldad.
¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Con todo, dad limosna de lo que hay dentro, y lo tendréis limpio todo». (Lc 11, 37-41)
El capítulo 11 del Evangelio de San Lucas puede ubicarse dentro del ministerio de Jesús en Jerusalén. Por los contenidos, es probable que sea en un tiempo próximo a la Pasión, tal vez la última semana antes de la Pascua. Hay muchas enseñanzas, que se agolpan en sus labios, como si le urgiera comunicarlas sabiendo que el tiempo es corto. Lo vemos lleno de autoridad, hablando sin miramientos, sin los cobardes respetos humanos propios de quienes viven a caballo entre la verdad y la mentira.
Este hablar con autoridad es reconocido por todos y dice el texto que cuando terminó de hablar, un fariseo le rogó que fuese a comer con él. No se nos cuenta de antemano cual era la intención del anfitrión. Tal vez también a él le alcanzaron aquellas palabras de sabiduría, tal vez estuviera impresionado, o simplemente quería impresionar a sus amigos trayendo a su casa al famoso predicador. En cualquier caso Jesús acepto la invitación, entró y se puso a la mesa.
En la mentalidad farisea surge enseguida un problema de distorsión moral, que deja caer todo el peso del bien y del mal en un acto puramente externo: el fariseo se sorprendió al ver que no se lavaba las manos antes de comer.
Este hombre no sabía el riesgo que conllevaba poner a su mesa a aquel invitado, que conocía mejor que nadie el sentido más profundo de la ley mosaica y que, además, sabía leer en las conciencias como en un libro abierto.
Podemos imaginar la escena, pues la reacción de Jesús no se hizo esperar. Probablemente todos estaban pendientes, y todos pudieron recibir la reprensión que Jesús dirige, no a uno, sino a los fariseos en general, o a los muchos que seguramente estuvieran compartiendo la mesa aquel día: Vosotros los fariseos…
No es la primera vez que son duras las palabras del Señor hacia ellos. Y resulta paradójico, como tantas otras veces en el Evangelio, esta reacción en quien sabemos que es manso y humilde de corazón. De aquí y de otras escenas similares han extraído los maestros de vida espiritual un principio que no podemos eludir pues, si lo hiciéramos, no alcanzaríamos la cumbre, ni actuaríamos con la perfección que Dios mismo exige a sus apóstoles: para alcanzar la santidad no basta la bondad propia de quien busca hacer el bien, sino que es igualmente necesaria la fortaleza para denunciar y vencer el mal. No es santo el bonachón, ni tampoco el inflexible, sino el que busca sinceramente el bien desde la verdad, sin quedarse bloqueado por la torpe táctica del aparentar.
Dice San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales que detrás de este sometimiento al espíritu mundano de las apariencias está oculto Satanás con su bandera, llamando a los hombres a la atracción por la riqueza, la fama y el orgullo. Mientras que Cristo los atrae en la dirección opuesta de una vida en espíritu de pobreza, sencillez y humildad. Valga este ex cursus para nuestros días, nuestra controvertida vida política y nuestros medios de comunicación repletos de mundanales apariencias rosáceas.
La denuncia de esta actitud que hace Jesús es más que explícita y sin miramientos. No le han hecho falta grandes discursos para dirigirse a tan grandes señores, sino sólo un par de frases que con claridad meridiana los pone al descubierto: Limpiáis por fuera la copa y el plato, pero por dentro rebosáis de rapiña y maldad. ¡Necios!…. Han invertido el orden moral y han puesto en el centro un vicio capital, acentuando lo exterior y descuidando el núcleo interior de la rectitud moral.
Aún al comienzo del capítulo 12 continúa Jesús advirtiéndolo: Guardaos de la levadura de los fariseos. Y esta recomendación, no lo olvidemos llega hasta hoy con plena vigencia. Es como si nos dijera a lo largo de los siglos: no está la verdadera felicidad en el mundo, no en las cosas que no son Dios, no en lo terreno y su vanidad, sino en lo eterno.