Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: “¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos. Pues vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco de todos lados, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el tiempo de tu visita (San Lucas 19, 41-44).
COMENTARIO
Jesús se entristece, hasta el punto de llorar, al ver las consecuencias que va a tener para Jerusalén el hecho de que no se abra a su visita, de que siga en sus proyectos e idolatrías y no reconozca que es Él, el que llega para ofrecer la salvación.
Esta alienación, este hacer prevalecer los criterios de la propia razón a la voluntad de Dios, a lo que Él quiere para cada individuo y para el conjunto social, está presente en personas de todas las generaciones y, por supuesto, también entre nosotros.
El demonio se aprovecha de nuestra debilidad y de que Dios respeta la libertad de cada ser humano para llevarnos a la perdición, mientras que, por el contrario, la voluntad divina persigue el bien y, en la culminación del camino que nos propone, darnos la vida eterna.
La paz auténtica fruto del amor verdadero entre los hombres; de ese amor capaz de dar la vida por el otro sin tener en cuenta las ofensas que pudiera haber causado, es lo que nos propone el Señor. En el fondo, esto es un adelanto del modo de vivir en la eternidad; es la única forma de alcanzar esa escurridiza felicidad a la que todos aspiramos, la que generalmente perseguimos por caminos equivocados, por lo que, cada vez que consideramos que se han cumplido nuestros deseos, nos sentimos profundamente frustrados.
Así, a todos los niveles: familiar, social, nacional e internacional, las relaciones humanas están plagadas de egoísmos, envidias, rencores, rencillas, odios, juicios malévolos, reivindicaciones injustas, corrupciones y todo tipo de delitos que llevan a rupturas, posturas irreconciliables y guerras devastadoras que todo lo agravan en vez de aportar soluciones.
La armonía entre los hombres, a todos los niveles; si es que se produce alguna vez; ha de pasar por el reconocimiento de Jesucristo y de su doctrina, para su seguimiento por personas que hayan regenerado sus corazones.