«El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.”. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer». (Mt 1,18-24)
El tiempo del Adviento orienta nuestra mirada y nuestro corazón. En un primer momento, desde el día 1 al 16 de diciembre, los textos litúrgicos (lecturas, oraciones, prefacios) nos invitan a pedir con insistencia y a esperar con alegría la segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo. Es la mirada escatológica; le pedimos al Señor que vuelva pronto, que le estamos aguardando velando en oración y cantando su alabanza. La segunda mirada, a partir del 16 hasta el 25 de diciembre, es la mirada del asombro ante el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios acontecido en la plenitud de los tiempos, cuando “envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la condición de hijos” (Gal 4, 4-5).
Estos días que preceden a la celebración del aniversario del Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo son como una especie de semana santa que nos introduce en la geografía de los misterios gozosos de nuestra salvación y en la compañía de sus principales protagonistas (María y José).
El Beato Juan Pablo II nos recordaba que “meditar los misterios gozosos significa adentrarse en los motivos últimos de la alegría cristiana y en su sentido más profundo. Significa fijar la mirada sobre lo concreto del misterio de la encarnación y sobre el sombrío preanuncio del misterio del dolor salvífico. María nos ayuda a aprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo es ante todo evangelion, “buena noticia”, que tiene su centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la persona de Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo” (cf. Rosarium Virginis Mariae, nº 20).
Vivir hoy como cristianos el tiempo de la Navidad con alegría ha de ser uno de los signos de identidad de nuestras comunidades cristianas. Así nos lo ha recordado recientemente el Papa Francisco al decirnos que “un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Y ojalá el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo” (cf. Evangilii gaudium, nº 10).
El texto del Evangelio de Mateo 1,18-24 que hoy comentamos, nos sitúa ante la figura de gracia de José, el hombre que Dios había elegido para ser el custodio del Redentor, como lo definió Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica Redemptoris custos: “Llamado a ser el Custodio del Redentor, «José… hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer» (Mt 1, 24). Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia, inspirándose en el Evangelio, han subrayado que San José, al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo” (nº 1).
En este sentido, San José se convierte para los cristianos de todos los tiempos en paradigma de cómo custodiar hoy, también nosotros, la fe y de cómo proteger, cuidar y amar, a nuestra madre la Iglesia.
“Existe una profunda analogía entre la «anunciación» del texto de Mateo y la del texto de Lucas —afirma Juan Pablo II—: El mensajero divino introduce a José en el misterio de la maternidad de María. La que según la ley es su «esposa», permaneciendo virgen, se ha convertido en madre por obra del Espíritu Santo. Y cuando el Hijo, llevado en el seno por María, venga al mundo, recibirá el nombre de Jesús. Era éste un nombre conocido entre los israelitas y, a veces, se ponía a los hijos. En este caso, sin embargo, se trata del Hijo que, según la promesa divina, cumplirá plenamente el significado de este nombre: Jesús-Yehošua’, que significa, Dios salva.
El mensajero se dirige a José como al «esposo de María», aquel que, a su debido tiempo, tendrá que imponer ese nombre al Hijo que nacerá de la Virgen de Nazaret, desposada con él. El mensajero se dirige, por tanto, a José confiándole la tarea de un padre terreno respecto al Hijo de María. “Despertado José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer”» (Mt 1,24). Él la tomó en todo el misterio de su maternidad; la tomó junto con el Hijo que llegaría al mundo por obra del Espíritu Santo, demostrando de tal modo una disponibilidad de voluntad, semejante a la de María, en orden a lo que Dios le pedía por medio de su mensajero” (cf. Redemptor custos, nº 3).
También, tú y yo, hoy somos invitados a mostrar esta misma disponibilidad a Dios para que se realice en nuestros corazones el misterio del nacimiento del Hijo de Dios, tal y como nos pide San Pablo: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones » (Ef 3,17). Solo si habita Cristo en nosotros —por la fe— podremos comunicar al mundo la alegría del Evangelio. El Emmanuel nos lo ha prometido: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
Juan José Calles