«En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles, hablándoles así: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos seréis cuando os injurien, os persigan y digan cosas falsas de vosotros por causa mía. Alegraos y saltad de contento, porque vuestro premio será grande en los cielos” ». (Mt 5,1-12)
Eran muchos los que seguían a Jesús, ansiosos de un cambio, cansados de bregar, agotados por los sinsabores, las injusticias, los pesados prejuicios judíos… Y Jesús les habla, les mira a los ojos de cada uno —los conoce bien y sabe perfectamente el nombre de cada uno, aunque ellos lo ignoran— y les da una Palabra consoladora. ¡Vaya que si se la da! Con las Bienaventuranzas comienza el “Sermón de la Montaña”, la doctrina del amor y la esperanza más sublime que jamás nada ni nadie ha podido superar. Pero para muchos no era el mensaje que esperaban; no prometía oropeles ni quincallas terrenales. Al contrario, solo humildad, sencillez y santidad escondida.
Sus palabras no nos infunden confianza en los pilares de este mundo: la prima de riesgo y el déficit siguen en alza, también los sistemas sociales, económicos y políticos en los que hemos sustentado la vida temporal continúan tambaleándose. La crisis azota y la incertidumbre económica planea sobre nuestras cabezas. Pero ¡oh curiosidad! Dos mil años después estas palabras adquieren el mismo sentido y novedad. Y hasta hacen resurgir las mismas cuestiones, pues van a la médula espinal de quien las escucha
¡Dichosos los pobres de espíritu! ¿Cómo? ¿Dichosos los pobres? Pero si solo pronunciar la palabra “pobreza” ya nos produce urticaria. No nos gusta la precariedad, la carestía, lo que equivalga a pasar penurias. Queremos que la copa rebose; nos dan seguridad las neveras repletas, las cuentas bancarias engrosadas, el porvenir encauzado… Pero aún así nos falta la alegría, y es porque la verdadera dicha no mora en estos lares.
«Dichoso el hombre que confía en Dios» (Salmo 84,13), ahí sí reside la bendición. Ya puede venir llanto, hambre, guerra, persecución e injurias, que la casa se mantendrá sobre roca firme y los vientos no la agitarán. Porque el Señor no defrauda. Al contrario, su medida es siempre generosa y rebosante. Nosotros somos los rácanos, no Él. Jesús no promete una recompensa material, si bien, quien sabe que Dios es Padre experimenta que también el pan cotidiano Él lo provée.
Las Bienaventuranzas son caminos de felicidad totalmente nuevos y distintos; y es que en medio de las dificultades de la vida presente es posible alabar a Dios y reconocer que todo lo hace bien; que Él nunca se equivoca, pues su vista no es corta de miras como la nuestra, sino que abarca todo el horizonte. Ahora puede que no lo entendamos, pero se nos ha prometido un premio grande en los cielos. En esta esperanza vivimos y somos dichosos.