«El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica la veracidad de Dios. El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él». (Jn 3,31-36)
Jesús es el Hijo de Dios, y viene de lo alto, del cielo. Por eso —lo hemos visto en los evangelios de los días anteriores— dijo a Nicodemo que hay que nacer de lo alto, es decir de agua y de Espíritu. Nacemos a la Vida en el bautismo, que nos convierte en hijos adoptivos de Dios y en miembros gozosos de la Iglesia. Y por ese bautismo todos los cristianos tenemos la triple misión de ser sacerdotes, profetas y reyes. Ser sacerdote significa hablar a Dios de los hombres, de sus hijos, es decir, rezar; ser profetas nos sitúa a todos los cristianos en clave evangelizadora, hablar a los hombres de Dios, proclamar a tiempo y a destiempo la Buena Noticia del Amor de Dios a la humanidad; y ser reyes supone servir a los hombres en nombre de Dios.
Esta triple misión es para todos los cristianos, todos llamados a la santidad, a vivir gracias al Espíritu Santo, gracias a experimentar en nuestra vida la gratuidad de la fe, la vida eterna en primicia aquí en la tierra. No es solo para unos cristianos de “primera división”, un grupo de selectos. Lo que cambia al hombre es la experiencia pascual, la certeza de haberse encontrado con el rostro amoroso de Cristo, sentirse perdonado de los pecados y saberse amado de Dios.
Por ello este evangelio nos habla de que Jesús ha dado testimonio de lo que ha visto, del Padre. Y si aceptamos ese testimonio también expresamos la certeza en Dios, que ama al Hijo y a todos sus hijos, la humanidad. Pero surge la pregunta, tal vez la duda: ¿Vivimos en esa actitud de esperanza, en esa confianza en nuestro Padre? ¿Hemos experimentado el Amor de Dios en nuestra cruz, en nuestros sufrimientos cotidianos?
Nuestro mundo sufre con dolores de parto. La crisis económica, el desempleo, los desahucios, la soledad, las rupturas matrimoniales, la violencia doméstica, la desilusión… Situaciones que generan desesperanza en una sociedad que ha ido desterrando a Dios, que había puesto sus ojos en el bienestar, en los bienes terrenos, en el dinero… Y ante todas estas situaciones los cristianos tenemos el riesgo de contagiarnos de desilusión y tristeza, y de olvidarnos de dar razón de nuestra verdadera esperanza. “El que es de la tierra, es de la tierra y habla de la tierra”, dice este evangelio; es decir, si solo somos ciudadanos de este mundo, de la tierra, tal vez estemos tan convencidos de las excelencias del mundo que nos dejemos llevar por la opinión del mundo. Entonces aceptaremos que todo está muy mal, que solo hay corrupción, que no merece la pena vivir, justificaremos un aborto o un suicidio o proclamaremos que la clave del éxito está en el dinero, en un buen y bien retribuido trabajo, en el ocio, en los bienes materiales…
Esta vida es un puente. Quien tiene la verdadera sabiduría pasa por este mundo, por este puente, pero no construye aquí su morada. Como se afirma en Hebreos 13,14 aquí no tenemos la ciudad permanente sino que andamos buscando la del futuro. Es verdad que vivimos en el mundo, pero debemos vivir como ciudadanos del cielo. Insiste este evangelio que “el que cree en el Hijo posee la vida eterna”. ¡Esto es maravilloso, y qué sencillo! Creer en Cristo nos da la vida eterna, la felicidad, la certeza experimental de sentirnos amados por Dios. Y, al contrario, “quien no crea al Hijo no verá la vida”.
Vivimos en Pascua. Y estamos llamados a comunicar la alegría de estar resucitados. Lo ha dicho el Papa Francisco en la audiencia pública de ayer miércoles: “Ser cristianos no se reduce solo a cumplir los mandamientos, es ser de Cristo, pensar, actuar, amar como Él, dejando que tome posesión de nuestra existencia para que la cambie, la trasforme, la libere de las tinieblas del mal y del pecado. A quien nos pida razón de nuestra esperanza, mostrémosle a Cristo Resucitado y hagámoslo con el anuncio de la Palabra, pero sobre todo con nuestra vida de resucitados».
No debemos asustarnos de nuestra debilidad, de nuestros pecados, de nuestra pobreza. Ha sido el Señor quien nos ha elegido y Él conoce mejor que nadie nuestra precariedad; sabe que somos vasijas de barro, y sin embargo, nos da un tesoro para vivir y para repartir: la Buena Noticia de que Cristo murió por todos nosotros y con su muerte en la cruz garantiza nuestra vida. Dios tiene paciencia, pero es preciso que nosotros tengamos la humildad suficiente para sentirnos en los brazos de Dios. Él lleva nuestra historia, nuestro camino, y nos acompaña en nuestro peregrinar en la tierra.
Juan Sánchez Sánchez