En aquel tiempo, las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo:
– «Alegraos.»
Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies.
Jesús les dijo:
– «No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.»
Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Ellos, reunidos con los ancianos, llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte suma, encargándoles:
– «Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais. Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de apuros.»
Ellos tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy.
Ha comenzado el día grande, “el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Sal 118,24), un día que, para celebrarlo y asimilarlo litúrgicamente, sobrepasa las veinticuatro horas de los nuestros, convirtiéndose en un larguísimo día de casi doscientas horas, los ocho días de esta Octava de Pascua, que se prolongan hasta Pentecostés como un único domingo, en definitiva una chispa imperceptible de tiempo comparada con la eternidad, donde estaremos celebrando para siempre las bodas del Cordero.
Vamos a dejar de lado las divergencias de los evangelistas en la identificación de las tres “Marías” que van al sepulcro, y que podemos aceptar eran la de Magdala, la madre de los Zebedeo (Salomé) y la de los primos del Señor, la madre de Santiago el Menor y José. Tampoco nos vamos a detener en el episodio que cuenta el evangelista en la segunda parte del texto de hoy: la patraña que se inventan los sumos sacerdotes para tapar la boca a los guardas del sepulcro por el cuerpo desaparecido; ya San Agustín se encarga de ridiculizarlos por poner como testigos a unos que estaban dormidos… El caso es que, primero, a las mujeres se les aparece un ángel (dos según San Lucas), anunciándoles la resurrección de Jesús, que vayan sin dilación a comunicárselo a los discípulos y que el Señor los precede en Galilea. Luego, ellas se ponen en marcha “a toda prisa”, y es entonces cuando es el mismo Cristo quien les sale al encuentro, para transmitirles la alegría —“Alegraos”— y darles el mismo recado: “Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”. Fijemos los ojos en estos dos términos: alegría y Galilea.
La alegría cristiana es uno de los términos técnicos de la identidad inconfundible del discípulo de Jesús, porque tiene un contenido específico en relación a la fe y al encuentro, que perfecciona y da plenitud a la popular “alegría”, es decir, profundiza mucho más en esa pasión del alma o sentimiento grato y vivo que suele manifestarse con signos exteriores, cuando en nuestra vida normal decimos que estamos alegres (placer de compartir con los demás, comer juntos, cantar…). En efecto, en el latín vulgar “alicer-alecris” (alacer-alacris en el clásico), significa vivo, animado. En las raíces semánticas de “alegría” podemos descubrir los dos componentes “ale” y “jaris”, que en el fondo nos llevan a ver que la alegría cristiana está relacionada con la verdad (“ale-theia”) y la gracia (“jaris”), realidades que con frecuencia están ajenas a lo que el mundo califica de alegría, eso que podemos llamar, como en aquella película de los primeros años sesenta, “días de vino y de rosas” o, por situarnos más en nuestro mundo de hoy, lo que vemos, por ejemplo, en algunos macroconciertos y en todos los macrobotellones… Nada, pues, que ver con la exhortación paulina: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos” (Flp 4,4). ¡Cuántas veces hemos contemplado la alegría (¿alegría de verdad?) de tantas gentes, saltando locas de contento porque han sido afortunadas en la lotería…, donde se atribuye al dios dinero la fuente de la alegría, confundida con otras cosas, en claro contraste con la misma Palabra del Señor: “Estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo” (Lc 10,20). Pero no seamos ingenuos: nuestra condición humana está urdida con claros y oscuros, con horas de melancolía y horas de optimismo, con días tristes y días alegres: nadie es ecuánime en la alegría toda su vida. Por eso anhelamos la Pascua, con la convicción de que la tristeza de los sufrimientos y de la muerte no saldrá ya victoriosa, pues esperamos la verdadera alegría perpetua: “En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo… Volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 16,20-22). Por eso cantamos “Maran atha”, mientras el Señor hoy, en este día tan largo, nos repite: “Alegraos”.
El otro tecnicismo de ese mismo Evangelio es “Galilea”. Obviamente no es esa tierra del Israel de siempre, porque nadie fue allí a ver a Jesús, salvo la aparición en el lago a Pedro y los otros. Todos lo vieron en el mismo Jerusalén en aquel Domingo de Resurrección. Creo que es un lugar teológico compuesto de dos conceptos claves, “Gaia” y “Aleluya”. De hecho, en su codificación semiótica de origen semítico, “Galliluya” es algo así como la tierra de la alegría. Para los galileos —como se llamaban los primeros cristianos— la alegría de la resurrección que llevaban las mujeres aquellas en su anuncio a los discípulos, de que el Señor estaba vivo, era la «tierra prometida» de Israel, la que manaba leche y miel, y todos esperaban, aquella “Galilea de los gentiles” (Mt 4,15), donde tuvo a bien evangelizar el Señor en la frontera entre el mundo de la fe (Judea) y el de los gentiles, es decir, ahora para aquellos Once una nueva Galilea, esto es, el universo mundo que se ponía delante de ellos para seguir esparciendo en los corazones la semilla del Verbo encarnado: en el fondo una llamada a nosotros hoy para la Nueva Evangelización, en este mundo tan hambriento de Dios.
Déjame, Señor, que entre tantos indigentes de espíritu, pueda responder a tu invitación-exhortación-mandato (“¡Alegraos!”) con esta humilde plegaria: “Devuélveme la alegría de tu salvación” (Sal 51,14); y antes “Hazme oír el gozo y la alegría” (v. 10).
Jesús Esteban Barranco