En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros». Lc 6,36-38
“Nadie echa el vino nuevo en pellejos viejos”. El vino viejo representa en este Evangelio al hombre viejo de quien, como dice el apóstol Pablo en su carta a los Efesios, es necesario despojarse, ya que “se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias” (Ef 4,22).
Tenemos el peligro de considerar el Evangelio como el máximo exponente de los manuales de perfección. Con esta percepción y dada la imposibilidad de cumplirlo, echamos mano de componendas que no sólo perjudican a nuestra alma, sino que entramos, igual que la flor y nata del pueblo de Israel, en el ámbito de la mentira, “del mentiroso” (Jn 8,44).
¿Qué podemos hacer entonces? Lo tenemos fácil. Basta tener conciencia de que Jesús murió para entregarnos como don el Evangelio de la gracia (Hch 20,24). Decir que el Evangelio está lleno de la gracia de Dios implica que de él mana su Fuerza y su Sabiduría. Tanto la Gracia como la Fuerza y la Sabiduría son el trípode que hacen posible que el alma se llene del vino nuevo de Dios, de su Espíritu. Acerquémonos, pues, confiados al trono de la Gracia, como nos dice el autor de la carta a los Hebreos (Hb 4,16). Sí, lleguémonos humildes y confiados al Evangelio de Jesús, en él encontraremos el ¡Aquí estoy de Dios!