Es nuestra Verdad humana vitalmente más amplia. La dimensión eterna sin contornos nos envuelve, y no infinitamente paralela a esta forma nuestra de vivir aquí y ahora que captan los sentidos, sino que muchas veces, incluso muchas veces cada día, se hace tangente o comprensible para el hombre de fe, en su oscura realidad. Y aún sin la fe, que pende de palabras, sus ráfagas de fuerza, energía y luz atraen al espíritu del hombre llamándolo a la reflexión comunicativa, que acaso se convierta en oración.
Cuando vemos y abrazamos a una persona que amamos en este mundo, se levantan ecos emocionales, fuerzas de atracción mutua que dejan su huella en nuestro cuerpo, como sonrisas, luces en los ojos, brazos abiertos y tonos más altos de la voz que alarga las vocales para que inunden más, como en el canto y el llanto. La presencia plena se descubre en la palabra y signos que, como cuerdas de vida, nos unen al corazón amado. Hablar y escuchar, reír y gozar, sufrir y llorar en la sola presencia mutua de un abrazo, hacen que el recuerdo de amor, con su eco emocional que estaba en su repliegue sagrado del alma, salga y tenga todo su sentido. Con Dios, que nos ama y amamos, pasa lo mismo, aunque no es igual. Su abrazo es el Espíritu Santo, la vida para todos.
Es una experiencia inclusiva de toda filosofía o religión. Está en todos los lugares donde hay hombres que se aman, porque es un sentido del linaje humano el de ver grabado y leer en su propio ser total, vida más allá de la muerte, fuera del tiempo y del espacio. La impresión es parecida a la que se percibe de las personas que no están al alcance inmediato de nuestros sentidos externos, pero sabemos que están y nos encontraremos con ellos más tarde o más temprano, para sentir probablemente menos que lo experimentado en el recuerdo vivo, durante la ausencia. Nuestra expresión “te llevaré siempre en el corazón”, o el poner unas flores sobre un mármol, no es solo un consuelo ante la ausencia, sino el signo de una realidad que vive nace y crece en el amor. Negar la vida eterna es negar lo más estable del amor en nuestra vida humana.
El Credo de la Iglesia católica lo apunta en todas sus declaraciones además de darle un lugar propio en el dogma. Así lo proclamó S. Pablo VI el año Santo de la Fe, 1967, en la exhortación apostólica Petrum et Paulum. Hizo muchísimo bien tener resumidas, organizadas y fáciles de memorizar y recitar diariamente, todas las verdades de la fe que se iluminan y explican unas a otras en su comprensión. Por eso me atrevo a compartir el final de su Credo, dedicado a la vida del más allá, desde este rincón de Buena Nueva, por si algún atrevido lector quisiera repensarlo este noviembre de difuntos y signos raros en la naturaleza que estimulan:
“Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio como las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se separan del cuerpo, -como el Buen Ladrón-, constituyen el Pueblo de Dios más allá de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos.
Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y María se congregan en el paraíso, forma la Iglesia celeste, donde ellas, gozando también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con los santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas que ejerce Cristo glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan grandemente nuestra flaqueza.
Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones, como nos aseguró Jesús: Pedid y recibiréis. Profesando esta fe y apoyados en esta esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero. Bendito sea Dios, santo, santo, santo. Amén”.
Además de la fiesta litúrgica de todos los santos y de todos los difuntos, nos alienta la Iglesia a refrescar la fe en la Palabra, para que verdee, florezca y dé fruto en la relación más exótica de nuestra naturaleza humana: sabernos unidos al amor de los difuntos en actos sensibles como la Eucaristía, un ramo de flores y una oración en nuestra visita al cementerio.
En la parte del dogma Mariano (14), no solo se proclama la virginidad, la vinculación única y riquísima de María con el misterio de Dios y de su Hijo, sino su intervención en el nacimiento y crecimiento de la gracia que nos hace hijos suyos creciendo en este mundo. Fuera de la Eucaristía, es el misterio más grande y asequible de algún modo a la experiencia humana actual.
La esperanza que nos inculca y cuida la Madre, nos asegura que al final de esta línea de vida, tras la purificación correspondiente, entraremos sin mezclas, en la línea eterna, que aquí ‘vemos’ como el horizonte de nuestro espíritu cuando levantamos los ojos al cielo y rezamos, hablando con los de aquel otro mundo iluminado y vivificado ya solo por Dios. Es el más allá eterno de nuestra vida caduca.
¿A quién rezamos si no supiéramos que alguien escucha? Estaríamos locos si habláramos y llamamos Padre, Señor, amigo, a alguien que no existe sino en alguna deformación de nuestra mente, algún pliegue vacío de otra realidad de recuerdo y palabra.
Es una verdad aceptada o rechazada por el hombre de todas las culturas y de todos los tiempos, no solo que existe un cielo más allá de la muerte, un paraíso donde podemos ir si alcanzamos la talla, sino que podemos comunicarnos desde aquí, con los que están allí. Es el sentido de todos los ritos funerarios que existen, donde se recuerdan los hombres, nacidos, muertos y renacidos.
Nosotros creemos que tú, Señor Jesús, ¡eres la vida eterna!