En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole:
«Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho».
Le contestó:
«Voy yo a curarlo».
Pero el centurión le replicó:
«Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: «Ve» y va; al otro: «Ven», y viene; a mi criado: «Haz esto», y lo hace».
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían:
«En verdad os digo que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los hijos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes».
Y dijo al centurión:
-«Vete; que te suceda según has creído».
Y en aquel momento se puso bueno el criado.
Al llegar Jesús a casa de Pedro, vio a su suegra en cama con fiebre; le tocó su mano y se le pasó la fiebre; se levantó y se puso a servirle.
Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él, con su palabra, expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías:
«Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades». (Mt, 8 5-17)
Hay un centurión romano que pide a Jesús la curación de su criado, pero consciente de las normas judías que impiden que un judío entre en casa de un pagano, el centurión, humildemente, reconoce la indignidad de su condición para recibir a Jesús, ignorante de que este judío, en particular, no tiene acepción de personas. Por ello, en un acto supremo de fe, pide que Jesús cure a su criado desde la distancia con el solo poder de su palabra. Jesús, viendo la inmensa fe de este soldado pagano, respetando sus escrúpulos religiosos, accede a su petición, sin dejar de alabar la gran fe de este hombre.
En esto consiste justamente la fe, en la confianza y el abandono en la persona en la que se cree, con la seguridad de obtener lo que se pide. Esta fe es la que lleva al centurión a expresar su solicitud por encima de los prejuicios que se habían enquistado entre judíos y gentiles. Es la misma fe que alabará Jesús en la mujer cananea y en todos aquellos que no dudan en su interior del poder y de la bondad de Dios.
Este poder y esta bondad se hacen patentes en la curación de la suegra de Simón Pedro y en la de cuantos enfermos y endemoniados le traen al anochecer para que los cure. El evangelista recuerda a este propósito, las palabras del profeta Isaías referidas al Siervo de Yahveh: “Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades”. Cristo conoce el inmenso campo del sufrimiento humano y no pasa de largo, sino que, como el samaritano de la parábola, se detiene ante el caído, le venda las heridas y lo carga sobre sus espaldas. No hay dolor humano que Cristo no haya compartido, y no se limita a ello, sino que ha venido para curar todas nuestras dolencias.
El sufrimiento del mundo es producto y consecuencia del rechazo del hombre a la bondad de Dios; cuando abandonamos a Dios, fuente de vida, para seguir nuestros vanos deseos, conocemos la muerte y con ella, toda clase de sufrimientos y de males. Cristo ha venido a liberar al hombre de sus males, pero no se limita a curar a unos cuantos enfermos, sino que destruye la causa de todos los males: el miedo a la muerte por haber abandonado a Dios. Cristo, fiado en el amor del Padre, entra voluntariamente en la muerte para arrancarle su aguijón y destruirla para siempre. Este es su mayor acto de misericordia, pues debido a su Resurrección, la muerte ha sido vencida en Él y en aquellos que, juntamente con Él, fiados en el amor de Dios, pueden entrar libremente en los sufrimientos de cada día, sabedores de que nada ni nadie nos puede apartar del amor de Dios que se ha manifestado en Jesucristo.