«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. A ver, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis”». (Mt 7, 15-20)
El desenmascaramiento de los falsos profetas es una constante en la Sagrada Escritura. Al tiempo que surge un profeta, crecen como setas los falsos, más numerosos y, aparentemente, con un poder superior. Aparentemente, porque el profeta verdadero está enraizado en la Verdad y cuenta con el poder de Dios, Todopoderoso. Los falsos profetas son hijos de la mentira, del príncipe de este mundo; sus palabras señalan el camino fácil de la perdición y huyen de la verdad, tantas veces dolorosa. El verdadero profeta dice la verdad, aunque le cueste la vida; el falso, por el contrario, dice lo que el auditorio desea escuchar.
El Espíritu Santo habita en el verdadero profeta y habla por su boca; su vida manifiesta la caridad, el gozo, la paz, la paciencia, la longanimidad, la bondad, la benignidad, la mansedumbre, la fidelidad, la modestia, la continencia y la castidad que tan digno huésped produce. Un falso profeta puede incluso llegar a imitar una actitud parecida a estos frutos, pero las copias nunca son perfectas y la falsa modestia no resiste la comparación con la santidad.
Socialmente, el falso profetismo lo podemos detectar a través de todas las voces que nos llegan cada día. Estamos cansados de tanta palabrería vana, de tantas palabras políticamente correctas, de tanta publicidad engañosa, de tantas promesas incumplidas; decepcionados con una clase política que parece más optar a un trono que asumir un cargo desde el servicio. Proliferan predicadores callejeros —incluso osan llamarse cristianos— cuyas palabras, más que hablar del amor de Dios y a Dios, incitan a odiar a la Iglesia Católica. El suicidio y el asesinato de los inocentes se venden como un derecho, adornando las palabras con un suave manto eufemístico. Paradójicamente, mientras los verdaderos inocentes son tratados como culpables, todos los culpables proclaman a los cuatro vientos su inocencia.
Pero tal vez las advertencias del Señor van más dirigidas hacia dentro. Desenmascarar los falsos profetas exteriores puede ser más fácil. Pero los falsos profetas más peligrosos surgen desde dentro de la comunidad, porque traicionan la confianza sencilla de los fieles. En el Nuevo Testamento, en las primeras comunidades cristianas, se advierte seriamente de ello. Cuando las ideologías o las filosofías religiosas extrañas penetran en el interior de la comunidad cristiana, sus portavoces pueden hacer verdaderos estragos. Así, podemos escuchar alguna exhortación no exenta de ideología, que incluso invita al enfrentamiento con la jerarquía (habría que ver los frutos de santidad que da una parroquia ideologizada por su pastor); entrevistas en los medios a personas que se erigen en portavoces de la catolicidad, que proclaman la bondad de lo mundano y el error del Magisterio, o filosofías orientales o prácticas esotéricas que con sus errores cierran la mente de los creyentes a la Verdad revelada…
Pero el falso profetismo más difícil de detectar puede estar en nuestro interior. En el evangelio de hoy, el Señor hace una seria advertencia que debería hacernos plantear qué tipo de profetas somos nosotros, y no solo preocuparnos por qué frutos dan los demás para ver si sus palabras son dignas de tener en cuenta: “Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego”. Sabemos que por el bautismo somos profetas, pero ¿qué frutos damos? El amor a los hermanos incluye la corrección fraterna, pero si nos miramos bien tal vez descubramos en nosotros una tendencia a hablar según el interlocutor que tenemos delante (a quedar bien siempre), o a cerrar los ojos ante los errores de los hijos en lugar de corregirlos, con tal de evitarnos el sufrimiento, e incluso se puede llegar a asumir estos errores como verdad de vida. El fruto que más se va a buscar en nosotros es la coherencia, si nuestras ramas no están cargadas de ella nuestras palabras serán estériles; como leíamos hace trece días a San Antonio de Padua: “La palabra tiene fuerza cuando va acompañada de las obras”.
Miquel Estellés Barat
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es falso