Hoy, después de casi cinco siglos de modernidad nos encontramos con que la razón humana no solo no ha sido capaz de responder a los grandes interrogantes del hombre, sino que tampoco puede ratificar ni avalar lo que podemos comprobar. Y peor todavía, las éticas racionalistas que se impusieron en Europa como alternativa a las religiones, consideradas como fuente de conflictos, no han podido asegurar la convivencia entre las personas, como señala A. MacIntyre en su excelente libro “Tras la virtud”, sino que nos han abocado, entre otras cosas, a dos destructivas guerras mundiales y a la aparición de ideologías totalitarias, destructivas del ser humano. Y es que, como decía Nietzche: “Cuando matamos a Dios, el hombre se muere”.
La desconfianza en la razón ha desembocada en el denominado “pensamiento débil”, por lo que el hombre llega a la conclusión de que, como es imposible alcanzar la verdad sobre el mundo y sobre el hombre, debemos aceptar nuestras limitaciones y conformarnos con un conocimiento parcial y práctico. Así renace el relativismo, que ya impregnó las mentes de los antiguos filósofos griegos. Instalado en una sociedad relativista donde no hay verdad, el hombre moderno no puede conocer el ser de las cosas, solo su funcionamiento, con lo que la vida humana queda abocada al sinsentido de la muerte, como reconoce Sartre. Como no hay verdad, todo es opinable y nada es mejor ni peor que nada; todo es indiferente y cada cual puede seguir el camino que mejor le plazca.
la arrogancia de sustituir al Creador
Son varias las causas históricas que han conducido al pensamiento humano hasta la situación actual. La raíz profunda y última hemos de buscarla más lejos. La ideología relativista es muy antigua, se remonta a los orígenes mismos de la humanidad. En los primeros capítulos del Génesis se nos dice que todo cuanto existe ha salido de la libre voluntad de Alguien que ama y se comunica a los que ama, en especial al ser humano, única criatura amada por sí misma y a la que ha sometido a su servicio a todas las demás, siendo ella misma autónoma y libre, dueña de sí misma y llamada a la comunión con su Creador.
Lo único que el Creador se ha reservado para sí es decidir sobre el bien y el mal, porque solo Dios sabe lo que es conveniente al hombre, que le ha dado el ser configurándolo a imagen suya. El hombre, llamado por el Amor, tiene un destino concreto y una vocación que nadie puede alterar sin destruir su ser. Por eso Dios traza su camino y le orienta a través de su Torá a fin de que pueda alcanzar su destino.
Sin embargo, el hombre ha tergiversado las normas dadas por su Creador y en lugar de entenderlas como medio puesto por Dios para conducirlo por la verdad, las ha entendido como voluntad de dominio para mantenerlo bajo su tutela. Consecuentemente, ha roto las reglas comiendo del bíblico árbol de la “ciencia del bien y del mal”, reniega de su origen y pretende ocupar el lugar de Dios decidiendo por sí mismo sobre el bien y el mal.
Las consecuencias de su acto no se hacen esperar. Al romper con el origen y fundamento de su ser, el hombre deja de ser y aparece el espectro de la muerte, y con la muerte, el miedo, y con el miedo, el pecado para intentar escapar de la muerte; pero con ello solo ha logrado acarrear la destrucción de todo lo que le rodea: primero de sí mismo, porque ya no puede llegar a su destino; segundo de los demás a los que ya no mirará como dignos de respeto y amor por sí mismos, sino como medios e instrumentos para lograr sus proyectos; tercero, de la naturaleza, a la que esquilmará y destrozará intentando arrancarle la vida que ya no posee.
Las constantes que se presentan a lo largo de toda la historia las sigue describiendo el libro del Génesis: el ascenso irresistible del mal, la fraternidad que cede su puesto a la rivalidad y los conatos desesperados por construir un paraíso en la tierra que haga llegar al hombre la felicidad que tanto ansía y que constantemente se le niega.
sometidos a nuestro capricho y voluntad
Pero el hombre necesita a Dios, por lo que su rechazo le impele a buscar en la idolatría el sustituto que le conceda lo que ha perdido. En los días de los hombres se han sucedido multitud de imperios ideológicos que pretendían traer la salvación al hombre; la mayoría de ellos, amparándose en la religión, que no es otra cosa que el intento del hombre por conectarse con la divinidad, aunque se trata de un falso empeño pues el dios con el que se religan no es el Dios vivo y eterno, sino una proyección de sí mismos, un dios hecho a su imagen.
En los últimos tiempos, con el dominio de la naturaleza por parte del hombre a través de la ciencia y la técnica, la rebelión contra Dios se manifiesta en su más pura esencia; ya no se buscan sucedáneos –pues la crítica racionalista de la religión ha dado sus frutos– sino que el hombre mismo llega para ocupar el puesto que un día arrebató a Dios.
Una vez rechazado Dios y declaradas obsoletas las religiones, la razón humana vino a ocupar su pedestal, convencida que por sí sola podía resolver todos los problemas. La pedantería de ese proyecto lo tenemos hoy ante nuestros ojos: los hijos de la razón no solo no han sido capaces de resolver el misterio humano sino que nos han llevado al borde del precipicio.
Con sobrados motivos el hombre postmoderno desconfía de la razón. En nuestro tiempo, sin reductos religiosos en los que refugiarse y sin razón en la que confiar, el hombre postmoderno se halla en la máxima indefensión de la historia. Incapaz de encontrar una verdad que lo sostenga, carece de ideales por los que luchar y no tiene metas que alcanzar. La humanidad se halla confusa y desorientada; renegó de su origen, olvidó su destino y se encuentra totalmente a la deriva en medio de un océano que carece de puertos a los que arribar.
El “pensamiento débil” es incapaz de llegar a ninguna respuesta que pueda ser acogida por todos. El nuevo sistema de poder, que por la globalización tiene pretensiones de dominio universal, se presenta en forma de relativismo ideológico con una ética utilitarista que determina, en función de sus conveniencias, las reglas de conducta a la vanguardia del progreso, aunque ese progreso nos haga retroceder a tiempos de barbarie que ya creíamos superados. Se otorga el calificativo de científica y, aunque reniega de toda verdad, se apropia de la pretensión de toda verdad y, por consiguiente, quiere imponerla a toda la sociedad. Aunque no nos debe extrañar esta falta de coherencia intelectual, porque al carecer de puntos fijos y seguros, la razón y los argumentos han sido sustituidos por el capricho y la voluntad de dominio.
el miedo a sufrir duplica el sufrimiento
Al concretizarse el abandono de la metafísica y la reducción de la razón humana a lo meramente constatable, toda trascendencia queda eliminada del horizonte cognoscitivo y las respuestas esenciales están condenadas a quedar si respuesta. Si no hay verdad, no hay naturaleza; somos mero producto de la casualidad ciega, y entonces no sabemos ni quiénes somos ni cuál es nuestro destino. Sin respuestas ante el misterio del dolor y de la muerte cunde el desconcierto y la indefensión. En consecuencia aparece lo que el beato Juan Pablo II llamaba “cultura de la muerte”, describiéndola por sus efectos, y Benedicto XVI, “dictadura del relativismo” al definirla por sus causas.
El resultado viene a ser el mismo. Dado que el hombre no comprende el misterio del mal y del sufrimiento del mundo, y su único empeño consiste en combatir el sufrimiento, ignora que la única respuesta al sufrimiento está en el amor, y dado que ya no puede amar, como señala muy bien Camus, busca suprimir sin más el dolor, para lo que no encuentra otra solución que la muerte.
En efecto, cuando la tensión dentro del matrimonio llega a ser insoportable se recurre al divorcio, destruyendo el matrimonio y acarreando mayores sufrimientos tanto a los cónyuges como a los hijos; cuando no se acepta el niño que está en el seno de la madre se procede sin más a su asesinato; cuando la vida del anciano o del enfermo terminal ya no es rentable para la sociedad utilitarista se suprime con la excusa de ahorrarle sufrimiento. Y así podríamos seguir, como se enumera en mi libro “La dictadura del relativismo”, con la eugenesia, la manipulación de embriones, la tergiversación de la investigación con las células madres embrionarias
Es normal que cuando no hay verdad se impongan en el mundo la mentira y los intereses particulares. El sentido del hombre y de su sexualidad solo son comprensibles desde la revelación del Dios trinitario; sin el conocimiento de Dios uno y trino que nos muestra que la esencia misma de Dios es el amor y el don de sí, no se entiende el hecho de que el ser humano haya sido creado a imagen de Dios, varón y hembra. El hecho de que el ser humano como tal esté incompleto, lejos de ser una carencia es una llamada al don de sí y una apertura hacia la comunión de personas, que es lo que le realiza y constituye como tal.
Por eso se banaliza la sexualidad reduciéndola a un mero ejercicio de unas facultades que se poseen y que se pueden hacer libre uso de ellas. Las llamadas a la liberación sexual y al ejercicio del sexo seguro revelan el desconcierto total en el que se mueve la humanidad, que ignorante de su ser se encamina hacia su propia destrucción, pues la sexualidad no es algo que tengo y puedo usar, sino aquello que soy y que me capacita para realizarme como persona humana, por lo que el uso indebido de la misma me destruye como persona.
rechazo a lo Absoluto
En estas condiciones el diálogo se torna imposible, pues al no haber verdad sino que todas la opiniones son igualmente válidas, ¿sobre qué bases edificamos la convivencia humana? Solo caben dos alternativas: la anarquía, en la que cada cual se rige por lo que cree más conveniente, o la dictadura, en la que se impone la opinión del más listo, del más fuerte o del que tenga más votos. La democracia es un mito y lo que se impone es el dictado de la mayoría. Los derechos humanos, tan solemnemente proclamados por las Naciones Unidas, son sistemáticamente violados porque, al carecer de fundamentos, quedan expuestos a la interpretación caprichosa o conveniente de los Estados, como ha demostrado la que fue ministra de Asuntos Exteriores de Noruega y asesora vaticanista J. Haaland Matlary en su libro “Derechos humanos depredados”.
Todos defienden el valor de la vida humana como el derecho fundamental pero todos alegan razones que justifican excepciones a este y a otros derechos fundamentales de la persona. Y es que cuando no hay un Dios que garantice la dignidad de la persona, ¿quién la garantiza? Simplemente el interés del mandamás de turno, y como este suele cambiar con el paso del tiempo, los valores que rigen una sociedad pueden estar continuamente variando. Nos encontramos en un puro positivismo legislativo en el que el hombre es quien determina lo bueno y lo malo, con el riesgo -como de hecho sucede- de llamar bien al mal y mal al bien.
Como decía Benedicto XVI en su reciente discurso ante el Bundestag alemán: “Donde la razón positivista se retiene como la única cultura suficiente, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. El hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo arbitrariamente. El hombre no se crea a sí mismo. Su voluntad es justa cuando escucha su naturaleza y cuando se acepta como lo que es, criatura que no se ha creado a sí misma. Solo de esa manera se realiza la verdadera libertad humana”.
Jesucristo, única Verdad vinculante y perfecta
A mi juicio, la teología, es decir, la comprensión de Dios y del hombre que nos viene de la revelación, ha de desempeñar un papel determinante en estos momentos de confusión en nuestra sociedad relativista. Su misión fundamental es la de presentar la verdad y proclamarla, puesto que si no se reconoce la verdad ni se acepta que hay una naturaleza, no hay diálogo posible.
Se trata de la misma misión que le fue confiada a Cristo por el Padre, como Él mismo afirma ante el escéptico y relativista Pilato: “Yo he venido a ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Este es el mandato que hemos recibido de su misma persona: “Id por todo el mundo y proclamad el evangelio, enseñándoles a observar todo lo que yo os he mandado, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y como dijo el Papa a los jóvenes en la reciente Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Madrid: “No tengáis miedo de confesar vuestra fe católica”. En una sociedad en la que los más dispares charlatanes esparcen sus sandeces a los cuatro vientos, los cristianos no podemos quedar amedrentados y callados.
Si hay una verdad, y estamos convencidos de ello, puesto que Dios es la verdad sobre el ser y sobre el hombre, es necesario proclamar a Jesucristo, Palabra viva de Dios, Dios verdadero y hombre verdadero, pues solo Él representa la verdad sobre el hombre. Él es libre precisamente porque se ajusta a Dios y hace su voluntad.
Puede parecer una paradoja: aquel que se declara libre para dar la vida y para tomarla de nuevo confiesa que no ha venido para hacer su voluntad sino la de Aquel que le ha enviado. ¿Cómo puede ser libre el que hace la voluntad de otro? Si entendemos al ser humano de forma meramente funcional, como un mero producto de la casualidad y sin un fin determinado, es normal que el hombre se rija arbitrariamente por su voluntad y considere una intromisión insoportable cualquier norma externa o dependencia que se le imponga. Es el prototipo del hombre prometeico que se hace a sí mismo, e ignora o rechaza su condición de criatura.
Pero si el hombre es fruto del Amor de un Dios que le ha dado el existir porque quiere entrar en comunión con él para hacerle partícipe de su mismo ser, según aquello de S. Juan de la Cruz, “es condición del amante hacerse uno con el amado”, entonces, el hombre tiene un origen y un destino concretos. Ciertamente que no está realizado totalmente, como afirma S. Juan: “Hijitos, aún no se ha manifestado lo que somos, sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es”.
El hombre es un ser abierto a su realización y llega a ser lo que está llamado a ser en la medida en que se ajusta, como Cristo, a su realidad haciéndose uno con el Padre por el amor y la comunión de voluntades. No es libre el que hace lo que le viene en gana, sino aquel que puede alcanzar su destino. En este caso la ley, lejos de ser una imposición intolerable, se convierte en ayuda, luz y guía en el camino hacia la realización propia. De este modo podemos entender la expresión de S. Agustín: “Libertas vera, Cristo servire”. Sí, el servicio libremente asumido es lo que confiere al hombre la verdadera libertad. Este es el servicio que la teología puede prestar al hombre de hoy: ser testigo de la verdad sobre Dios y sobre el hombre.
El cristiano sabe que está viviendo en un mundo múltiple en el que las ideas están en constante ebullición y se interpelan continuamente, pero no por ello olvida su misión de comunicar el Evangelio y ayudar a los hombres a convivir. Hemos recibido de Dios en Cristo el don de la revelación definitiva y completa de la salvación, y la Iglesia, como Cristo, propone y ofrece -no obliga ni impone- porque la oferta del amor se da siempre en la libertad.