Ellas [las mujeres] se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos.
De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo:
–Alegraos.
Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él. Jesús les dijo:
–No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.
Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Ellos, reunidos con los ancianos, llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte suma, encargándoles:
–Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais. Y, si esto llega a oídos del gobernador, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de apuros.
Ellos tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy. (Mt 28,8-15)
Con el pasaje de hoy llegamos casi al final del evangelio de san Mateo. Solo quedaría la aparición a los Once en un monte de Galilea para la misión universal (28,16-20). Pero hoy, lunes de la octava de Pascua, la que la liturgia pone ante nosotros son dos reacciones distintas ante la resurrección del Señor.
Por una parte están las mujeres, a las que un ángel acaba de anunciarles la resurrección de Jesús. No solo eso, sino que se han encontrado con el Resucitado, que las ha constituido en «apóstoles», ya que son ellas las enviadas –eso es lo que significa precisamente la palabra «apóstol»– a contárselo a los discípulos; cometido que cumplen llenas de alegría, a pesar del miedo. (Por cierto, Mateo ha «arreglado» la delicada situación en que el evangelista Marcos había dejado a las mujeres en su relato. En efecto, de acuerdo con el segundo evangelio, las mujeres «salieron huyendo del sepulcro, pues estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían» [16,8].)
Frente a esta reacción de las mujeres, y en paralelo, está la de las autoridades judías, que sobornan a los guardias para que cuenten que Jesús no ha resucitado, sino que su cuerpo ha sido robado por sus discípulos. La frase final del texto apunta a que, en efecto, esa era una versión que todavía en tiempos del evangelista se manejaba entre los judíos.
A decir verdad, lo que el evangelio de hoy plantea son dos reacciones ante un «signo» de la resurrección de Jesús: la tumba vacía. Demasiado frecuentemente los cristianos hemos hecho de este elemento de la tradición una «demostración» del hecho de la resurrección: si la tumba estaba vacía era evidente que Cristo había resucitado. Sin embargo, caben otras posibilidades. Sin necesidad de llegar al infundio y la mentira, como es el caso de las autoridades judías según el texto, la tumba podía estar vacía por otras razones.
Por ejemplo, en el evangelio de san Juan, la misma María Magdalena se inclina en un primer momento por la posibilidad de que el jardinero encargado del huerto donde han depositado el cuerpo de Jesús se haya llevado el cadáver a otro lugar. Es decir, la tumba vacía no «demuestra» por sí sola la resurrección de Jesús.
Sin embargo, los cristianos «sabemos» –es decir, creemos– que Cristo ha resucitado. Las mujeres se encontraron con él vivo, así como los Once. Y san Pablo facilitará una lista de otros discípulos a los que se les apareció el Señor (1 Cor 15,5-8). Y el cristiano se fía –que eso es lo que significa tener fe– de la palabra y el testimonio apostólico. Aunque, eso sí, contamos con las palabras reconfortantes del propio Señor: «¿Porque me has visto has creído? –le dice a Tomás–. Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20,29). Esos somos nosotros.