«En aquel tiempo, vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió. Y, estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: “¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”. Jesús lo oyó y dijo: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa ‘misericordia quiero y no sacrificios’: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”». (Mt 9, 9-13)
Mateo estaba en el telonio, la oficina pública donde se pagaban los tributos. Un lugar especialmente desagradable por muchas razones. La recaudación de impuestos no era, por entonces, la noble misión de trabajar por el bien comúnmediante un sistema tributario justo, cuyas excelencias y requisitos canta el nº 355 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia.
No. Ciertamente no. Mateo era un personaje odioso, no solamente porque se le asociaba con la siempre ingrata labor de cobrar impuestos, sino porque esos impuestos económicamente iban para Roma: “Dad al Cesar lo que es del Cesar” (Mt 22,21) y moralmente —esto es lo importante— hacían patente que los Israelitas habían vuelto a la esclavitud ¡en su propia tierra! Los impuestos les hacían presente que eran esclavos en la tierra de la libertad, les recordaba de contínuo el hecho irrefutable de que tristemente el pueblo elegido había recaído en esclavitud. “¿A quien se le cobran tributos a los hijos o a los extraños?” (Mt 17,25).
Si un hijo de Israel cobra tributos a sus hermanos está en el más abyecto de los oficios. Para comprender bien la figura de Mateo, en nuestros días, vale mirar a los capataces hebreos de los campos de concentración nazis; “algunos de los nuestros para salvar su vida se convierten en nuestros verdugos”. Terrible opción para quien cae en el dilema, y terrible espectáculo para quien lo sufre, porque también él tiene que decantarse, obligado a odiar o a perdonar.
Ese era Mateo, un pecador público, uno que se había alineado con el mal, y que no dejaba indiferente a nadie; o era un repugnante «vendido» al invasor o, como lo ve Jesucristo, era un hombre digno de conmiseración. Jesús ve con el corazón y comprende el sufrimiento, el desgarramiento interior de Mateo. Por eso le dice “Sígueme”. No es una expresión de reclutamiento. Es la voz de la liberación. Es como si dijera: “Vente conmigo. Deja eso. Tienes solución. Eres hijo de Dios. Tu vida tiene salida. Serás feliz. El mal no te poseerá más. Vente conmigo. Si, conmigo”.
Es curioso que el Evangelio, tras el “Sígueme”, nos meta a todos en la casa de Mateo; parece como si fuera al revés, como si Mateo hubiese sido el que dirigiéndose a Jesús hubiera pronunciado el “Sígueme”. Y allí acudimos —visto que Jesús no tiene repugnancia por entrar en casa de un traidor— otros muchos «publicanos y pecadores». Otros muchos, sorprendidos porque aquí el “Sigueme” consiste en abrir la propia casa a Jesús, acuden a codearse con el profeta de Nazaret, tal vez para ellos también haya esperanza de regeneración.
Los pobres discípulos son los que sufren las críticas: ¿Qué locura está haciendo vuestro maestro? ¿Quiere hacerse cómplice de la tiranía que nos oprime? ¿Sabe con que gentuza se junta? ¿Acaso no le importa mezclarse con lo peor de lo peor, con los que combaten nuestra identidad?
Pero el Señor, que escruta los corazones, a los observantes de la Ley, a los que juzgamos a nuestros traidores y dominadores, nos hace ver que no hemos entendido nada; nada de la Ley que tan celosamente creemos custodiar. No de ahora, de su «mandamiento nuevo», sino de nunca: “Id y aprended qué significa misericordia quiero, que no sacrificios”.
Realmente ha venido a curar a los enfermos, a nosotros, a los que necesitamos, de verdad, ser sanados, A los que habíamos optado por el mal y nos habíamos desentendido de Dios, aunque su Ley no se nos caiga de la boca.
Esta es nuestra situación, perfectamente anticipada por Amós. Exploramos en todas las direcciones, lo intentamos todo, lo probamos todo, y seguimos insatisfechos. Sin saberlo, buscamos la Palabra del Señor y no la encontramos.
Vagamos sin sentido porque —como nos creemos sanos— el Señor no nos encuentra, el médico no se ocupa de nosotros. Es nuestra soberbia y nuestro juicio sobre los demás lo que nos impide el encuentro personal con el Señor; no llega la salvación a nuestra casa, como le ocurrió a Zaqueo, jefe de recaudadores.
No encontramos la Palabra del Señor porque no hemos entendido qué significa “misericordia quiero, que no sacrificios”. Y la misericordia no es condescendencia con pequeñas «imperfecciones» y otras blandengues beaterías; misericordia es “Vente conmigo, porque no me avergüenzo de ti, aunque seas un traidor, aunque hayas hecho lo que tú piensas que es imperdonable. Conmigo tu vida tiene sentido. Sígueme”.
Francisco Jiménez Ambel