En aquellos días, surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha.
Él hizo venir sobre ellos el hambre, y con su celo los diezmó.
Por la palabra del Señor cerró los cielos y también hizo caer fuego tres veces.
¡Qué glorioso fuiste, Elías, con tus portentos!
¿Quién puede gloriarse de ser como tú?
Fuiste arrebatado en un torbellino ardiente, en un carro de caballos de fuego; tú fuiste designado para reprochar los tiempos futuros, para aplacar la ira antes de que estallara, para reconciliar a los padres con los hijos y restablecer las tribus de Jacob.
Dichosos lo que te vieron y se durmieron en el amor. Eclesiástico 48,1-4.9-11
En una de las lecturas de este Adviento, la reseñada más arriba, es presentado el profeta Elías como fuego. Si hay una imagen hogareña, que atrae los ojos en el salón o en la estancia de una casa, es el fuego encendido en la chimenea. Ante las llamas se embelesan los ojos. El fuego es calor, vida, refugio, pero también cabe que por el fuego se incendie el bosque y que arrase y destruya.
En Adviento y en Navidad son tradicionales las hogueras, que quizá tienen su origen en el apoyo a las rondas de los auroros, de las comparsas de cantores de villancicos. El fuego tiene resonancias divinas. Dios se manifiesta en el fuego, en la zarza ardiente. Moisés, cuando bajaba del Monte Sinaí de estar con Dios, se tapaba el resplandor de su rostro. Jesús, en lo alto del monte, se transfiguró. Las Escrituras hablan del ardor de las entrañas, del fuego del corazón. El Espíritu Santo se derrama en lenguas de fuego.
Hay fuego que destruye e infunde terror. El fuego de la pasión mata. Pero hay fuego que calienta, ilumina, fascina. El enamorado es quien tiene el corazón ardiente. Dios se manifiesta enamorado. Por amor envió su Hijo al mundo. ¿Cómo estás tú? ¿Qué fuego habita en ti?