La persona humana es por naturaleza y por vocación un ser religioso, como define el Catecismo de la Iglesia Católica. Es un ser que ha sentido siempre la necesidad de ponerse en contacto de alguna manera con el Ser supremo, creador de todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles (cfr. Col 1,16), las tangibles y las espirituales, y Aquel “que fundó la tierra con sabiduría” (Pr 3,19).
Es por tanto éste el cometido de la humanidad. Es decir, alcanzar a este Ser que a algunos les parece tan lejano e indiferente a su realidad existencial y mortal. Pero, como decía San Agustín en su obra El corazón del justo exultará en Dios (Sermón 21), “¿cómo podremos gozar en el Señor si está tan lejos de nosotros? ¿Lejano? No. Él no está lejos, a menos que tú mismo lo obligues a alejarse de ti. Ama y lo experimentarás cercano. Ama y Él vendrá a habitar en ti”.
hombre y mujer, colaboradores del plan divino
La humanidad, creada por Dios, a su imagen y semejanza, macho y hembra creados (cfr. Gn 1,27), es la que se ha alejado de Él, por la soberbia que habita en su corazón, en su alma y en su mente (cfr. Dt 6, 4-5), en definitiva, en todo su ser.
Hasta tal punto se ha separado de Dios que ya ni lo ve ni lo conoce, porque ha roto la comunión de amor que existía y que se hizo visible cuando Dios creó para el hombre una ayuda adecuada, formando a su compañera, Eva. Del hombre mismo formada, la mujer era un ser de su mismo ser (cfr. Gn 2,21-23) y juntos por amor hacían patente esta imagen y semejanza de la que Dios, uno y trino, en comunión plena, había dicho: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra” (Gn 1,26).
En esta comunión el hombre y su mujer se hacen una sola carne. Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer para formar una familia (cfr. Gn 2, 24-25), imagen del cielo en una morada terrena, un hogar, en donde habita lo divino “a su imagen y semejanza”.
sin el Creador la criatura se diluye
Todas las personas, independientemente de su credo, raza, lengua o nacionalidad, buscan e intentan alcanzar esta felicidad. Aunque piensen que hay diversidad de caminos. Aunque en este recorrido haya ilusiones que los hagan salirse tantas veces de sus propios principios y se encuentren siguiendo simples espejismos de felicidad, en el fondo siempre persistirá la verdad: lo único real es el sentirse amado y sobre todo amar.
Menciono esto porque, en cierta ocasión, en una emisora de radio de gran cobertura nacional, un reconocido locutor hizo durante su programa de reflexiones un comentario sobre el origen de la humanidad. Decía este locutor al comentar ciertos procesos biológicos en la naturaleza: “Bajemos del pedestal de que nuestro origen es que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, porque la realidad es que venimos del estiércol”.
Pienso en los niños abandonados a su suerte precisamente por quienes son los primeros llamados a darles el ser; en la inmensa cantidad de niños no nacidos a causa del aborto, en los que se prostituyen vendiendo sus cuerpecitos para sobrevivir, en los niños a los que se les niega la oportunidad de educarse y venden mercancías hasta altas horas de la noche. En todos aquellos a los que se les niega la infancia por el propio pecado del hombre: “es que mi origen no es el amor, sino que vengo del estiércol”.
Pienso en todos aquellos a los que no se puede, por la razón que fuere, brindar amor. Me acuerdo de los enfermos, de los discapacitados, de los más débiles, de tantos y tantos que no se pueden valer por sí mismos: “es que mi origen no es el amor, sino que vengo del estiércol”.
También me viene a la memoria la cantidad de niños y jóvenes que se suicidan a diario porque la vida les pesa a su corta edad y no tienen a quien recurrir. Quién sabe si porque sus padres están persiguiendo un sueño trabajando en otros países. El precio que se paga es muy alto y, como siempre, son los inocentes los que cargan con las miserias del mundo: “es que mi origen no es el amor, sino que vengo del estiércol”.
Pienso en las mujeres vejadas y humilladas, en los viejos abandonados sin una familia que les dé calor y vele por ellos, en los que han tenido “mejor suerte” y son recluidos en asilos y que sólo esperan dar el suspiro final o son sometidos a eutanasia, en aquellos ancianos cuyos hijos piensan que su padre no merece nada porque ha sido un estiércol toda su vida: “es que mi origen no es el amor, sino que vengo del estiércol”.
Pienso también en los que son rechazados socialmente, en los que escapan de su historia y viven borrachos o drogados, en los empresarios que viven anchamente a causa de la explotación de sus trabajadores, en los que alteran pesos y medidas y se aprovechan de los demás, en los políticos que hacen demagogia o en los que se alzan como “redentores de los pobres”, en los que al sentir un poquito de poder, someten a los demás; en los que niegan a Dios; en los que son víctimas de la guerra o de atentados terroristas: “es que mi origen no es el amor, sino que vengo del estiércol”.
También me paro a pensar en quienes a diario reciben otro tipo de “bombardeo” a través de los medios de comunicación, como la violencia y la pornografía. Recuerdo las mujeres que se sumergen en las telenovelas viviéndolas con intensidad mientras sus seres más queridos no tienen espacio en su vida: “es que mi origen no es el amor, sino que vengo del estiércol”.
por amor se nos ha revelado y entregado
La lista es interminable, pero todos tienen algo en común. A ninguno de ellos nadie le dijo nunca: Dios te ama así como eres, como nadie te ha amado nunca, y ha enviado a su Hijo Jesucristo para ti y para darte una vida plena. Sólo Él es capaz de regenerarnos interiormente y de hacernos personas nuevas, para que ahora sí se vea, y sin ningún tipo de duda, que nuestro origen es el Amor y que no venimos del estiércol.
Jesucristo es el Justo y el que puede implantar la verdadera justicia social, la que no procede del revanchismo, del egoísmo, del odio, del mal, de la muerte interior y, por supuesto, que no viene del estiércol, sino del Amor (cfr. 1Jn 2,1-6).
Y Dios, después de preparar esta tierra con sabiduría y amor, de hacerla confortable para vivir, viendo que cuanto había hecho estaba bien (cfr. Gn 1,31), colocó al hombre que había formado con polvo del suelo, insuflando en sus narices aliento de vida (cfr. Gn 2,7-8).