Los orígenes de la celebración litúrgica de la Natividad nos remontan hasta la misma gruta de Belén, venerada desde antiguo por los cristianos procedentes del entorno judío de Palestina, especialmente los ortodoxos denominados «Nazarenos». Aunque en realidad nada se sabe de estas celebraciones, se conservan algunas narraciones apócrifas sobre el nacimiento del Señor, que tienen su origen en esta conmemoración anual, con detalles que incluyen la presencia de las parteras y el asombro de José. En ellas se habla igualmente de una gruta inundada de luz, de la quietud repentina del Cosmos, del sosegado silencio y del salto, como el de un guerrero, que la palabra » omnipotente» daría desde el trono real.
Justino, en sus diálogos con Trifón, nos habla de esta gruta que el emperador Adriano no llegó a destruir, sino que plantando sobre ella un bosquecillo de laureles, la dedicó al culto de Adón. Los» Nazarenos» no la consideraban un mero recuerdo histórico, sino que la tuvieron como elemento clave en la ritualización del Misterio de la Encarnación.
Los precedentes de estos textos apócrifos sobre el nacimiento de Jesús se encuentran en los oráculos de las Sibilas, en los que ya se habla del «maravilloso parto virginal», se vincularon en la Edad Media al Misterio de la Natividad.
Si bien no tenemos certeza de la continuidad de estas celebraciones en la gruta de Belén, es a partir de finales del siglo IV cuando podemos conocer ciertos detalles por el relato de Egeria, una mujer de profunda religiosidad –posiblemente monja y de origen gallego- que peregrinó entre los años 393 y 396 a los Santos Lugares, tal y como reflejó en su escrito “Itinerarium”. Este documento, que todavía se conserva a excepción del principio y de la última parte, es de gran interés para el conocimiento de la liturgia y de la tradición relativa a muchos lugares bíblicos. En él la monja Egeria narra cómo en los primeros días del mes de enero se celebraba con toda solemnidad una vigilia en esta gruta, tras las Vísperas de las fiestas de la Epifanía, que se prolongaban durante ocho días, concluidas las cuales se partía hacia Jerusalén donde se celebraba el Banquete Eucarístico. Cuarenta días después, se conmemoraba la fiesta de la Purificación y Presentación de Jesús en el Templo.
La celebración de estas fiestas han sido vividas y contadas por los peregrinos a Jerusalén y Tierra Santa, conocidos como «Palmeros», así llamados puesto que quienes conseguían regresar a sus hogares, después de un durísimo peregrinaje, lo hacían con palmas. Sus experiencias han ayudado activamente a difundir la conmemoración nocturna de la Natividad.
verdadero Sol de Justicia
Así, mientras en todas las Iglesias de Oriente y en parte de Occidente era común la celebración de la Epifanía del señor el seis de enero, en Roma, ya desde mediados del siglo IV , se celebraban las fiestas de la Natividad el día veinticinco de diciembre. En el Cronógrafo romano, un calendario compuesto en el año 354 por E. Dionisio, en la fecha del veinticinco de diciembre, el día que corresponde al Natalis Solis Invicti, aparece esta inscripción:
VII KALENDAs IANUARI. NA TUS CHRlsTUs IN BETELHEM /UDAE
De esta breve indicación se deduce que los cristianos de Roma, en los primeros decenios del siglo, hacían coincidir la fiesta civil romana del Sol Invicto y la conmemoración de la Natividad del Señor el día veinticinco de diciembre. Esta fiesta -semejante a la de la luz en Oriente, de carácter muy popular, que se celebraba el seis de Enero- evocaba, precisamente en Roma donde el sol tenía su templo en los alrededores del Campo Marzio, la victoria del sol sobre las tinieblas al inicio del Solsticio de Invierno, celebración, al parecer, impuesta a finales del siglo III, por el emperador Adriano. Así pues, fueron los cristianos de Roma los que tuvieron la audacia de cristianizar esta fiesta pagana, aplicando al Nacimiento de Jesús el sentido simbólico del nacimiento del sol en el Solsticio de Invierno: para ellos, Cristo era el verdadero Sol de Justicia, Sol que nace de lo Alto y Luz que vence las tinieblas.
Anteriormente, cómputos fantásticos habían fijado el veinticinco de Marzo como el día de la Encarnación, coincidiendo así con el de la creación del mundo. Contando con exactitud los nueve meses del embarazo de María, llegaban en efecto, al veinticinco de Diciembre como el día del Nacimiento de Jesús.
Pronto esta fiesta se extendería por todo el Occidente, encontrándose ya vigente en el norte de África, en Italia y en España a finales del siglo IV, tal y como se deduce de una carta del Papa Sindicio a Imerio , Obispo de Tarragona, fechada en el año 385.
campanas de gloria anuncian la Paz
En la basílica de Roma de Santa María la Mayor, dedicada a la Maternidad de María, se celebró por primera vez la Misa de Medianoche, imitando así la Vigilia Nocturna que se realizaba en la gruta de Belén, descrita por Egeria. San Jerónimo trasladó algunas de las reliquias del primitivo pesebre de Belén, por lo que la basílica fue denominada Ad Praesepe Domini.
En el año 432, el Papa Sixto III mandó reconstruirla, dotándola de mayor esplendor y decorándola con una magnífica colección de mosaicos en los que se recogían los episodios evangélicos de la Infancia de Jesús: Anunciación, Nacimiento, Epifanía, Matanza de los Inocentes, Sueño de José y Huida a Egipto, concluyendo con la Purificación y la Presentación en el Templo.
A medida que avanzaba la Edad Media se fue celebrando la Natividad de forma más solemne. Se conservó la celebración nocturna, cantándose en ella los maitines que comenzaban con el Invitatorio a la fiesta Christus Natus est Nobis, las profecías de Isaías y los textos de León Magno, y repitiéndose en los responsorios de maitines el Hodie del Memorial litúrgico como afirmación de la presencia del Misterio.
La pieza fuerte de la celebración medieval sería el Martirologio, asignado a la hora de Prima del día anterior y con el que se anunciaba solemnemente la llegada de la fiesta; se cantaba en él la genealogía de Cristo según las Candelas y los textos de los Oráculos Sibilinos.
el Niño ha nacido, ya hay Salvador
Copn el tiempo, la conmemoración medieval de la Natividad fue incluyendo la dramatización. Es célebre el episodio de la cueva de Greccio, cuando en el año 1223, San Francisco de Asis hizo representar el episodio de Belén con personajes y animales, ritualizando el Misterio de la Natividad con la puesta en escena de sus elementos simbólicos.
En tales escenificaciones, el afecto de dirige hacia la Humanidad de Cristo, hacia el Niño envuelto en pañales, suscitando en las gentes ternura y compasión; la cuna visualiza el Misterio y se rodea de personajes vivos, que aluden a pasajes de los Evangelios Apócrifos. La Mímesis (imitación) de los gestos quiere, en definitiva, subrayar la Anámesis (memorial) del Sacramento.
El episodio citado, divulgado por los franciscanos, sirvió de base a determinadas prácticas piadosas y las correspondientes tradiciones populares, por cuanto esta fiesta escenificada influyó profundamente en la piedad de la Iglesia y la religiosidad popular, al aportar una serie de elementos que se multiplicarán, a partir de Trento y con la llegada del Barroco, incluyendo cantos como villancicos, usos sociales y culinarios; gestos cargados de misticismo y , sobre todo, la expresión, mediante la elaboración del Nacimiento, del profundo sentido de la fiesta. En torno a este se centrarán en adelante las vivencias familiares de la Natividad.
Son esas costumbres y tradiciones de raigambre medieval, revestidas con el lenguaje del Barroco, las que han llegado hasta nosotros y perduran en la religiosidad de nuestros monasterios, constituyendo un valioso legado, resumen y fruto de una larga historia, que hoy se recuerda para disfrute de todos.