Influidos por el ambiente científico y racionalista en el que nos hallamos inmersos, resulta pertinente la pregunta: ¿es humano y razonable creer?
Nuestra vida ordinaria se desenvuelve en un ambiente de fe, pues, de otro modo, permaneceríamos bloqueados. La confianza es absolutamente imprescindible, especialmente en el orden de las relaciones personales. Por la fe admitimos que nuestros padres son nuestros padres; basados en la mutua confianza, entablan dos personas una relación amorosa; en un acto de fe, entregamos las llaves de nuestra casa a la empleada del servicio doméstico etc.
Bien mirado, casi nada de lo que constituye el acontecer y la trama de nuestra vida diaria depende enteramente de nosotros, pues ni nos hacemos nuestros propios vestidos, ni calentamos el agua de la cocina o de la ducha, ni elaboramos los elementos del desayuno, ni producimos la electricidad… Todo es un sencillo, cotidiano y maravilloso regalo que nos es dado. Y, sin embargo, la seguridad que tenemos del cariño de las personas queridas no es menor que la certeza que nos asiste de que cada mañana saldrá de nuevo el sol.
Admitido que la vida humana cotidiana se desenvuelve en un ambiente de fe, nos preguntamos si es razonable creer en Dios.
el supremo soberano del universo
Pienso que se puede dar por sentado un consenso universal sobre la afirmación: “El Ser es eterno”. Lo contrario supondría que el Ser no lo es, o sea, que en algún momento reinó la Nada, en cuyo caso se estaría aprobando que, de la Nada podría haber surgido el Ser, lo cual es a todas luces absurdo. Echando una mirada al mundo que nos rodea, lo encontramos impresionante tanto en su grandeza como en su pequeñez; nos maravilla por la sabiduría que lo dispone; nos entusiasma por la hermosura que atesora y nos conmueve por la bondad y la ternura que derrocha.
Aceptado pues que el Ser es eterno, tenemos que asumir una de las dos alternativas siguientes: o se le identifica con la realidad que nos rodea y experimentamos, es decir, con el cosmos, en constante evolución y en eterno retorno, que originaría todas las cosas por azar, sin dejar espacio a la libertad; o bien el Ser por antonomasia no se identifica con el mundo, antes, por el contrario, es un ser personal, inmutable, libre y eterno en su esencia, creador de todo cuanto constituye nuestro mundo.
Los creyentes optamos por la segunda alternativa, a saber, que el Ser es personal, inteligente y bueno, lo cual nos lleva a reconocerlo como distinto del universo, el cual está sujeto a un cambio incesante. A ese ser personal, los creyentes de todas las religiones lo llamamos Dios.
Ahora bien, si Dios es distinto del mundo, ¿cómo podemos conocerlo para llegar a creer en Él y mantener una relación personal con Él? Porque “todo cuanto existe ha sido hecho por Él y en Él tiene su consistencia” (Col 1,17), por lo que toda la realidad está llena de sus perfecciones y habla de Dios.
un pacto perpetuo de amor por todas las generaciones
Mas, si todo parece tan claro, ¿por qué no todo el mundo lo reconoce? Ciertamente Dios ha dotado al mundo de autonomía, de forma que, funcionando como un reloj automático, parece bastarse a sí mismo. Dios no forma parte del mundo, por lo que resulta vana la pretensión de afirmar o negar su existencia como si de una pieza del mundo se tratara, esencial para su funcionamiento y que pudiéramos localizar en algún punto del universo. Sin embargo, llegar a la conclusión de que el mundo mismo resulta incomprensible o absurdo sin Dios es una apreciación que pertenece más al corazón que a la razón. Es como una corazonada que ilumina con luz nueva toda la comprensión del mundo y llena de sentido la vida personal del creyente. Jesús agradecía, lleno de gozo, al Padre que se revelara a los sencillos (cfr. Lc 10,21).
Avanzando un paso más, indagamos el fundamento de nuestra fe cristiana y la razón de nuestra esperanza, que no es otro que Jesucristo. Si logramos persuadir a alguien de que Jesucristo es el Hijo de Dios, resultará fácil que admita cuanto Él y en Él se ha revelado a los hombres.
Hablamos de revelación, de manifestación de algo escondido u oculto, el misterio de Dios o plan de salvación de Dios sobre el hombre: algo que el hombre no puede ni sospechar si el mismo Dios no se lo da a conocer. Pues así como nadie conoce el corazón del hombre sino el hombre mismo, nadie es capaz de conocer el pensamiento y el corazón de Dios sino aquel a quien Dios mismo se lo revela.
No contento con haber creado la maravilla del mundo, que entregó al hombre (cfr. Gn 1,28-29), al cual hizo poco inferior a un dios (cfr Sal 8,6), Dios lo destinó desde el principio para que fuera hijo suyo y lo hizo partícipe de su misma vida divina y le infundió su Espíritu. Por lo cual, el hombre está convocado a una plenitud que excede sus propias posibilidades naturales. Por ello, podemos decir con verdad que, cuando Dios creó al hombre, tenía en mente a Jesucristo, en quien el hombre llega a ser verdaderamente Hijo de Dios. Cristo es, por tanto, el principio, el fin y el modelo de todo individuo humano.
Naturalmente, planteadas así las cosas, resultan luminosas para el creyente, que no se hace más cuestión, pues encuentran resonancia inmediata en su espíritu y consecuencia en su vida. Pero ¿cómo dar razón de lo que creemos, vivimos y esperamos? Será vana la pretensión de convencer a alguien que no crea con argumentos que desemboquen en la conclusión lógica de la fe cristiana. No obstante, ¿qué podemos responder a quienes sinceramente desean conocer los fundamentos de nuestra fe?, ¿por qué confesamos a Cristo como Hijo de Dios?, ¿por qué escuchamos y leemos la Sagrada Escritura como palabra de Dios?
reconciliados cielo y tierra para nuestra salvación
Nuestra fe se funda en la intervención de Dios en la historia, por lo que la mejor forma de presentarla es la de relatar sencillamente los hechos y dejar que sean éstos los que hablen elocuentemente, mientras el Espíritu realiza su obra.
Hace ya más de dos mil años que comenzó la historia de nuestra fe, precedida de una prehistoria de otros mil ochocientos años de preparación en el pueblo de Israel, lo que constituye un fenómeno sin precedentes, único en la historia de los hombres. Dios se eligió un pueblo para disponer el envío de su Hijo como salvador del mundo. Se comunicaba con él para guiarlo, corregirlo, alentarlo, por medio de hombres santos —los profetas—, cuyas palabras venían refrendadas por la actuación divina. Así se fue formando y consolidando la fe de Israel en el Dios que interviene libremente en la historia para hacer una alianza con los hombres.
Llegado el momento dispuesto por Dios, el Hijo de Dios se hizo hombre, “nacido de una mujer” (Ga 4,4); era en todo igual a nosotros, hasta el punto de que pasaba por ser el hijo del carpintero de Nazaret. Predicó una nueva concepción acerca de Dios y de la religión, que, desde su punto de vista, era el desarrollo natural de la fe judía. Pero los judíos más ortodoxos no lo creyeron así; pensaron que atentaba contra la integridad de la verdadera religión de Israel y no pararon hasta acabar con Él.
A su muerte, quedó un pequeño grupo de seguidores cuya evolución natural hubiera sido la disolución. Pero he aquí que, a los tres días de la muerte del Maestro, una nueva experiencia —el encuentro con Jesús resucitado— los transforma por completo. Animados por una fuerza sobrenatural, comienzan a proclamar que Jesús es el Señor, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo; y el poder de Dios confirmaba sus palabras con hechos prodigiosos (Hch 2,22). Así nació la Iglesia, de la cual nosotros hemos recibido la fe cristiana.
seguir a Cristo, un camino que no aliena, libera
En el seno de nuestra familia, recibimos la primera transmisión del Evangelio, que se fue completando en la catequesis, en las clases de religión, en la práctica sacramental. Pero ha habido un momento para todos nosotros en que nos hemos debido plantear personalmente el seguimiento de Cristo. Y, si hemos dicho que sí a Cristo y hemos creído en Él, es porque, en primer lugar, nos parece personalmente admirable y digno de imitación; en segundo lugar, nada de lo que enseña la fe cristiana repugna a la inteligencia o dignidad humana; en tercer lugar, consideramos que el seguimiento de Cristo es el verdadero camino para la construcción de un mundo mejor; en cuarto lugar, sentimos la necesidad de una acción sobrenatural que nos sane interiormente y nos reconcilie con Dios, y, por último, Cristo es el horizonte de nuestros deseos y esperanzas. En Cristo, nuestra vida alcanza su pleno sentido y su completa realización. Cristo es una realidad superior a los más atrevidos sueños de los hombres.
Nuestro mejor argumento en favor de nuestra fe cristiana no será racional, sino la proclamación valiente del Evangelio y una invitación sincera como la que hizo Jesús a dos de sus discípulos cuando le preguntaron dónde vivía: «Venid y lo veréis» (Jn 1,39), les dijo.
Es preciso acoger con sencillez la palabra de Dios, entrar en contacto con una comunidad cristiana viva, mostrar en nuestra vida las maravillas que Dios ha realizado… La fe entra por el oído… y por los ojos.
¿Que todo puede ser una fantasía? Resultaría más increíble que los hombres hubieran podido inventar un sueño tan maravilloso. Leyendo la palabra de Dios en la Escritura, algo dice a mi corazón que aquello no es invención humana. De lo que no cabe duda es que la concepción cristiana del mundo y del hombre interpretados a la luz del proyecto de Dios es algo impresionante, capaz de entusiasmar al hombre, capaz de hacerlo feliz, capaz de dar sentido a cada existencia concreta, capaz de despertar todas las energías para ponerlas al servicio de un mundo mejor.