En aquel tiempo, subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago Alfeo, Simón, apodado el Celotes, Judas el de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor. Bajó del monte con ellos y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos (San Lucas 6, 12-19).
COMENTARIO
El evangelio de hoy trae dos asuntos: la elección de los doce apóstoles y la multitud enorme de gente queriendo encontrarse con Jesús. Antes de proceder a la elección de los doce apóstoles, Jesús pasó una noche entera en oración Cuando las decisiones se convierten en algo urgente y complejo, su oración se hace cada vez más larga e intensa. En la inminente elección de los Doce Apóstoles, por ejemplo, San Lucas destaca la duración de la oración preparatoria de Jesús: «En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios.
El evangelio de hoy nos invita a reflexionar sobre los Doce que fueron escogidos para convivir con Jesús, como apóstoles. Los primeros cristianos recordaron y registraron los nombres de estos Doce y de algunos otros hombres y mujeres que siguieron a Jesús y que después de la resurrección fueron creando comunidades para el mundo. En nuestra sociedad donde todo se hace para usar y tirar, las cosas salen en serie, sin características propias: los mismos modelos de zapatos, el mismo estilo de vestir, las mismas comidas, el mismo diseño de construcción, las mismas expresiones de vocabulario… queremos igualarnos tanto que perdemos hasta la identidad. La sociedad nos masifica, nos despersonaliza, nos hace iguales.
Con Dios no es así; para Él cada uno es único, singular e irrepetible: Dios no hace las cosas en serie, Dios nos conoce y nos llama por nuestro propio nombre y al identificarnos nos da el ser que nos autentifica. Esa es la razón que hay tras enumeración de cada uno de ellos, de sus nombres propios: fueron y somos personas concretas, de carne y hueso, seres únicos e irrepetibles para Dios y para la eternidad. Eso es la maravilla de Dios con nosotros, que nos ha creado y nos mantiene. Somos para El seres y personas únicas, que llama y conoce por nuestro nombre propio y no parte de un “montón” anónimo. Así nos quiere y elige como vemos hizo también con sus apóstoles.