“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándolos con la toalla que se había ceñido. Llegó a Simón Pedro, y este le dijo: “Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? Jesús le replicó: “Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Pedro le dijo: “No me lavarás los pies jamás”. Jesús le contestó: “Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo”. Simón Pedro le dijo: “Señor, no solo los pies sino también las manos y la cabeza”. Jesús, le dijo: “Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos”. Porque sabía quien lo iba a entregar, por eso dijo: “No todos estáis limpios”. Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. (Jn 13, 1-15)
Distinguen los tratadistas dos partes claramente diferenciadas en el Evangelio de san Juan, el “Libro de los Signos”, capítulos del 1 al 12, y el “Libro de la Gloria”, capítulos del 13 al 21, y precisamente, el Evangelio de hoy, día del Jueves Santo, contiene las primeras palabras de Jesús al iniciar el camino hacia su muerte y su glorificación. En el primero, trata el evangelista del ministerio público de Jesús, es decir, de las palabras, hechos y milagros dirigidos a todos los que querían ver y escuchar, de los que unos creyeron, y otros no. Mientras que el Libro de la Gloria va dirigido al grupo de los que creyeron, y de modo singular, a sus apóstoles, discípulos y seguidores fieles, hoy, la Santa Iglesia.
Jesús se haya recogido con sus discípulos en un ambiente de hermandad y camaradería, y disfruta de ese momento solemne y emocionante que tiene sabor a despedida. Nos dice Lucas 22, 14-16, que cuando Jesús se puso a la mesa con los apóstoles les dijo: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. Estas palabras, tan dulces y tan claras, sin necesidad de recurrir a las complicadas interpretaciones de todo lo que hizo o dijo en esa noche tan cargada de simbología y de profundos significados, nos dicen lo que pasa en esos momentos por su corazón antes de Getsemaní, y de la Cruz que cargará sobre sus hombros camino del Calvario, y de la gloriosa Pascua Santa de la Resurrección, en definitiva, como maravillosamente nos dice el evangelista, para explicar ese misterioso itinerario de su Maestro “…que venía de Dios, y a Dios volvía”.
Interprete excepcional este Juan, que leyó estas palabras reclinado sobre el pecho de su Maestro, allí, en el lado del corazón, donde está escrito el Libro de la Vida, donde late toda la humanidad y toda la divinidad del Hijo de Dios, y donde él bebió del amor que llenaba todo el cielo y toda la tierra, lo de arriba, y lo de abajo, el mundo que habitamos y la Gloria que esperamos, la fuente eterna de la caridad, la virtud teologal más excelsa, la que sobrevivirá al Juicio Final, y florecerá en “un cielo nuevo y un tierra nueva” (Ap 21, 1) después de la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo. Sobre el mandamiento nuevo del Amor, es sobre el que escribe el discípulo amado en su Evangelio cuando nos dice: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.
Que distinción tan precisa y preciosa de cuanto decimos, “a los suyos que estaban en el mundo”, ¿y quienes son los otros, los que no estaban en el mundo? Porque aquí, la palabra mundo no se utiliza como el paradigma del pecado, y por contraposición a la vida de la gracia, sino como referencia concreta al espacio físico que habitamos mientras vivimos en la tierra, “mientras estamos aquí”, porque luego, después de la muerte, hay otra vida, y en ella, como nos dice el apóstol, también perdura el amor de Jesús sobre las almas glorificadas.
Y ahora, Jesús, se levanta de la cena, se quita el manto, se ciñe la toalla, echa agua en una jofaina, y se pone a lavar los pies de los discípulos, y se los seca con la toalla que lleva ceñida. Solo Pedro protesta por aquella humillación de su Maestro. Siempre Pedro, que no puede contenerse, que sabe que hasta los esclavos están eximidos de esa tarea con sus señores. Y Jesús, otra vez, hace retornar a la obediencia a su apóstol más díscolo. Y Pedro cede avergonzado. ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?, les dice Jesús al terminar su tarea. Y todos callan. Él es el Maestro y el Señor, ¿qué significa aquello? Todos serían dichosos de inclinarse ante él y lavarle los pies. Jesús, por toda respuesta, les dice que ellos deben hacer lo mismo que él ha hecho, “que un criado no es más que su amo, ni un enviado más que el que lo envía”. Otra vez la lección inefable de la humildad, “el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo”, recuerdan ellos, pero ahora, en este gesto de Jesús, hay algo más, porque él sabe que vuelve al Padre, y ahora, con este acto de sumisión, les ha querido decir que son sus amigos, que los ama, y que morirá por ellos.