Angustia, dolor, desprecio… Sin embargo, todos los males juntos no consiguen apagar el fuego de Dios que habita en él. El aplastamiento al que se ve sometido ha podido reducir la llama a unas minúsculas mechas cuyos latidos son casi imperceptibles. Dios, el Fiel, el Leal, el Veraz, vela por su profeta, que antes de profeta es hijo y amigo. Vela por él muchísimo más de lo que se pueda imaginar. Nos parece ver cómo se acerca sigilosamente y con qué amor sopla sobre sus mortecinas mechas haciendo resurgir el resplandor del fuego. No nos extraña que Jeremías, fuera de sí ante todos estos gestos de Dios, se sienta vencido por Él.
Nos lo imaginamos después de cada combate cuerpo a cuerpo con Dios, extrañamente ebrio y desfallecido por el contacto, y balbuciendo una y otra vez: “¡Me has seducido, Señor! Me has agarrado otra vez y me has podido. Me has vencido, lo cual es lógico ya que juegas con ventaja. Tienes la carta escondida de tu amor irresistible, no hay quien ame como tú, quien como tú estremezca cuerpo y alma, nadie que pinte mis entrañas con los colores con que tú las pintas, quien me haga agonizar de gozo y éxtasis. Nadie, en definitiva, que me seduzca como tú sabes hacerlo, por eso siempre sales vencedor.
De una u otra forma, podríamos decir que todos los amigos de Dios que se nos presentan en la Escritura han vivido una experiencia semejante a la de Jeremías. También, de una forma u otra, podemos decir que han participado de la misma fuerza e intensidad de amor todos aquellos amigos de Dios que se abrazaron al fuego del santo Evangelio del Señor Jesús.
Podemos recordar, por ejemplo, a Francisco de Asís. Fue tal su identificación con Jesucristo que éste, como prueba de que “sabía” corresponder a tanto amor, le dejó un sello imborrable de su presencia entrañable por medio de los estigmas. Podemos citar también a Francisco Javier, a quien reconocemos con el signo de la llama de fuego sobresaliendo de su pecho y quemando su túnica. Se le representa así pues así vivía él el amor de Dios. Conocemos este dato de su vida tan íntimo y personal por las cartas que escribía a Ignacio de Loyola desde la India y Japón.
Volvemos a los que hemos nombrado primeramente, a los amigos de Dios que conocemos en las Escrituras. Todos ellos experimentaron el amor, el fuego de Dios, y cada uno nos lo cuenta según su estilo, ya que cada persona tiene su psicología, su modo y forma de expresarse. Nos fijamos en primer lugar en David, autor de numerosísimos salmos. Lo que nos ha legado en sus poemas oracionales no es fruto de sus cualidades literarias, poéticas o artísticas. Sus salmos reflejan la experiencia de quien ha conocido la ternura de Dios. Quien la ha conocido ya no puede vivir sin Él, sin su calor y cercanía. Si tuviera que vivir lejos de Él, esta persona se parecería a alguien que deambula errante, sin ojos a quien mirar ni corazón en quien descansar.
Así encontramos a David. Se ve obligado a huir de Jerusalén ya que su vida está en peligro a causa del rey Saul. Nos lo figuramos cada mañana clavando sus ojos a lo alto buscando al Dios de sus padres, cuyo esplendor y gloria ha podido sentir en la Ciudad Santa. David ha conocido también la seducción de Dios. Todo su ser, hambriento y sediento de Él, hace que su vida errante sea un terrible tormento; en esta postración se abre a Dios por medio de este bellísimo clamor: “Dios, tú mi Dios, yo te busco, mi alma tiene sed de ti, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, agotada, sin agua. Como cuando te veía en el Santuario contemplando tu fuerza y tu gloria, pues tu amor es mejor que la vida…” (Sl 63,2-4).
Antonio Pavía