Ayer, mientras esperaba que cambiara el semáforo, presencié una procesión espeluznante hacia la parroquia del barrio.
Primero una chiquilla vestida de primera comunión; acto seguido y a un paso , la madre, luciendo un generoso escote y un no tan generoso largo de falda; a ambos lados amiguitos entregándole a la chiquilla, precozmente unos regalos. Tras esta avanzadilla, el padre tirándole infructuosamente de la falda a la madre. Finalmente, dos hermanos ensimismados cada uno con su móvil de última generación. Preguntareis, ¿y qué tiene todo esto que ver con el Evangelio de hoy?
Haciendo un paréntesis podríamos pensar que aquel joven era rico, y que Jesús se refiere a los adinerados, nosotros, y con la crisis que hay, cada vez nos alejamos más de ese perfil. Ahora, ¡qué verdad es! Gracias, Señor, por la precariedad, podrían concluir los más piadosos.
Pero queridos, ¿no es quizá de la precariedad de espíritu de la que nos habla Jesús? Porque precariedad no es solo la económica; precariedad también, y sobre todo, es reconocer a diario que “yo no soy”, que nada bueno puedo hacer si no eres Tú, Señor quien lo hace. Que allí donde tengo puesto mi corazón está mi tesoro (sí, como Smeagol).
Cerrando el paréntesis, en el cortejo al que he aludido al principio del comentario, el atisbo de lo que es comunión con Cristo Jesús cada vez se enturbia más con los adornos y regalos. La chiquilla es la única que ha ido a las catequesis; la madre, se preocupa sobre todo por como va vestida la niña y por supuesto ella, que en un intento de no reconocer que el tiempo pasa, trata de “lucir” lo que un día fue y cada día es menos de lo que fue. El marido intenta reservar lo que debería ser uno con él, que intuye pero no acierta a concretar y ello le frustra; los hermanos, ajenos a todo, aislados del mundanal ruido, tratan de expresarse en no más de 140 caracteres, probablemente de poca o ninguna trascendencia, con alguien que verán dentro de una hora o que puede que ni conozcan.
¿Dónde está tu tesoro? ¿A quién en rindes pleitesía? Porque Dios es aquí el gran ausente. ¿A quién, dime? ¿Al ser? ¿A tu cuerpo? ¿A tu novio? ¿A tu esposa? ¿A la apariencia, hija del qué dirán? ¿A la adicción a las redes sociales? …
En mitad de todo esto, Jesús se nos queda mirando con cariño infinito, y sigue diciendo: “Anda, vende todo esto … y sígueme”. Porque Dios todo lo puede.
Juan M. Balmes