Al día siguiente, Jesús quiso partir para Galilea y encuentra a Felipe. Y Jesús le dice: «Sígueme.» Felipe era de Betsaida, de la ciudad de Andrés y Pedro. Felipe encuentra a Natanael y le dice: «Aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, el hijo de José, el de Nazaret.» Le respondió Natanael: «¿De Nazaret puede haber cosa buena?» Le dice Felipe: «Ven y lo verás.» Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño.» Le dice Natanael: «¿De qué me conoces?» Le respondió Jesús: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.» Le respondió Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel.» Jesús le contestó: «¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores.» Y le añadió: «En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre» (San Juan 1, 43-51).
COMENTARIO
La liturgia sigue presentándonos a los apóstoles y recordándonos que la condición del discípulo es el amor. Habiendo sido alcanzados por el amor gratuito de Dios, somos apremiados al amor de los hermanos, y al amor a los enemigos, en virtud de nuestra filiación adoptiva que nos ha alcanzado el Espíritu Santo, por la fe en Jesucristo. Por él, hemos conocido el amor que Dios nos tiene, mediante el testimonio que da a nuestro espíritu y que nos hace exclamar: ¡Abbá, padre!
Como Natanael hemos sido conocidos por Cristo y amados en nuestra realidad pecadora. Este amor nos llama a su seguimiento, en espera de la promesa de la gloria que debe manifestarse en nosotros. Cada uno tenemos nuestro propio “Felipe” y nuestra propia “higuera” en la que hemos sido vistos, conocidos y amados por Cristo, antes de habernos encontrado con él y haber podido profesar: “Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel”.
Juan anuncia a Andrés, Andrés a Pedro, y Felipe a Natanael, y se va repitiendo como un estribillo: Venid y lo veréis, ven y lo verás, tal como canta el salmo: “Gustad y ved que bueno es el Señor”. El Padre y el Espíritu dan testimonio de Cristo como lo hace Juan el Bautista, y después los apóstoles, los evangelistas y los demás discípulos, generación tras generación, hasta el final de los tiempos. Gracias al testimonio es regenerada la humanidad y la creación entera que aguarda la manifestación gloriosa de los hijos de Dios.