“Jesús dijo a sus discípulos: Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Bienaventurados aquellos criados a los que su señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo. Y si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos”. (Lucas 12, 35-38)
Amado buen Jesús, sabemos que vendrás en la noche de nuestra vida, después de la atardecida, y que llamarás a la puerta de nuestro corazón. Y nos pides, insistente, que estemos vigilantes y no te hagamos esperar. Y que todo esté a punto en los aposentos de la morada que hemos preparada ti, y que velemos y estemos alerta, solo pendientes de tu llegada, ansiosos y esperanzados.
Y que no nos importe lo tarde que llegues, o que la luz del nuevo día se filtre por las celosías de la ventana, cuando ya, las mejores primicias del sueño y el cansancio de la noche nos conturben, como les ocurrió a tus discípulos amados en Getsemaní. Oh Señor, te rogamos que nos permitas perseverar en la vigilia, siempre animados por el deseo de poder servirte cuando llegues, y que así, aligerados los párpados con la oración, para que la pesadez oscura de la noche del mundo no nos adormezca, podamos encontrar en la dulce espera de tu presencia divina el mejor de los regalos y la más dulce de las recompensas.
Ven, Señor Jesús, haznos bienaventurados, pues queremos ser tus criados fieles y estar prestos para abrirte cuando llames, ceñida la cintura y encendidas las lámparas, y que tú, al encontrarnos en vela, vencidas ya todas las fatigas de la espera, nos sientes a la mesa, y nos vayas sirviendo, pues sabemos, tal como nos prometes, que cuanto más larga sea aquella, mayor será nuestro premio.