“¡Madre no hay más que una!” dice el refrán… Aunque bien sabemos los cristianos que el cuidado amoroso que Dios nos prodiga, nos llega tanto a través del cariño maternal de nuestra madre de la tierra, como de nuestra Madre del Cielo… Es obvio que María pasó, como todos nosotros, por la etapa de la infancia y de la adolescencia; aunque para todos los tiempos y para toda la humanidad, haya quedado perpetuada como “Madre de Dios y Madre nuestra”. Sin duda alguna, la maternidad es la cualidad que más ha configurado la vida y la vocación de la Virgen María.
Vivimos en una generación que ha conquistado grandes cotas de progreso, y no me refiero solamente al progreso técnico, sino también a muchas conquistas sociales. Pero al mismo tiempo y, paradójicamente, hay un gran salto entre este progreso técnico-social y la crisis espiritual que padece una buena parte de la población. Nuestra sociedad tan avanzada en algunos campos, padece sin embargo una orfandad moral y espiritual muy notoria… El materialismo sofocante y la frivolidad generalizada, hacen que estemos más necesitados de “madre” y de “padre” que nunca… De hecho, las heridas afectivas son más frecuentes entre nosotros de lo que a primera vista pueda parecer. Cabría afirmar que en nuestros días, ese ser humano que presume falsamente de autosuficiencia -“Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, como dice el refrán, está más necesitado que nunca de ser acogido con “entrañas de misericordia”.
acueducto de las divinas gracias
Pues bien, he aquí que Dios nos ofrece a la Virgen María como “Reina y Madre de misericordia”, tal y como la invocamos en la oración de la Salve. Me vienen a la mente unos versos sobre el color de los ojos de la Virgen, que bien podrían decirse como una bella oración:
“Unos dicen que son verdes,
otros que azules tus ojos,
pero yo sé por la salve
que son misericordiosos.”
María es “toda ojos” para compadecerse de nosotros y socorrernos. San Epifanio la llama «La de los muchos ojos», como demostró en las bodas de Caná de Galilea, atenta siempre a las necesidades de todos sus hijos, especialmente de los más menesterosos.
Santa Brígida oyó a Jesús que decía a su Madre: «Madre, pídeme lo que quieras». Y Santa Brígida escuchó que Ella le solicitaba: «Pido misericordia para los pecadores». Como si le dijese: «Hijo, tú me has nombrado Madre de la misericordia, refugio de los pecadores, abogada de los oprimidos y me dices que te pida lo que quiera… ¿Qué he de pedirte? Te pido que tengas misericordia de mis hijos necesitados».
Y así, aquella conversación mística entre Madre e Hijo, concluía de la siguiente manera:»Por mi omnipotencia, querida Madre, te he concedido el perdón de todos los pecadores que invocan con piedad tu auxilio».
Podríamos seguir recabando multitud de testimonios de la tradición de la Iglesia, sobre cómo los creyentes han experimentado a la Virgen María como testigo e instrumento de la misericordia de Dios. Pero ahora vamos a contrastarlos con nuestro momento presente. Es indudable que nuestra generación, como las anteriores y las venideras, está especialmente necesitada de “misericordia” (“miserum cor”), es decir, del corazón compasivo.
Madre, dame tu mano y no me sueltes
Recientemente, el Instituto de Política Familiar ha hecho público un estudio de los datos comparados entre el número de matrimonios y de divorcios entre los años 2000 y 2010 en España. Mientras que en el año 2000, de cada 100 matrimonios contraídos se producían 47 rupturas, diez años más tarde (es decir, en el año 2010), de cada 100 matrimonios contraídos se producen 75 rupturas. Es decir, de cada cuatro bodas, hay tres divorcios. En diez años se ha registrado un aumento de un 60 % en la proporción entre matrimonios y rupturas.
¡De cada cuatro bodas hay tres divorcios! No se trata de meras estadísticas, sino que detrás de estos datos fríos se esconden dramas personales, vidas llenas de dolor, y también fracasadas, niños desconcertados, futuros inciertos… Todos somos conscientes de que lo más importante para el ser humano es la estabilidad familiar. Si falla esta, se tambalean los cimientos de nuestra felicidad, porque –no lo olvidemos- hemos sido creados por Dios para una comunión de amor estable.
La salud del matrimonio y la salud de la familia están especialmente necesitadas de “misericordia”, es decir, de la sanación de las heridas originadas por tantas rupturas, así como de un esfuerzo paciente en pro de la reagrupación de las familias rotas. ¡No hay mayor acto de misericordia que luchar por la unidad de la familia, y ayudar al reencuentro de las parejas separadas!
Os invito a que no nos inhibamos ante las dolorosas rupturas matrimoniales de las que somos testigos. No podemos permanecer con los brazos cruzados mientras nuestros familiares, conocidos y vecinos fracasan en sus proyectos matrimoniales. Es importante que, en la medida en que lo veamos oportuno, nos ofrezcamos como canales de comunicación hacia quienes puedan ayudarles.
Pedimos también a la clase política, más sensibilidad y apoyo hacia las iniciativas que favorezcan la estabilidad de la familia. Es muy triste que se haya llegado a identificar el concepto de “mediación familiar”, con los esfuerzos en favor de una ruptura pactada, en lugar de entender la mediación familiar como una terapia para superar las dificultades que ponen en peligro la unidad de la familia.
A nuestra Madre Santa María, “la de los ojos misericordiosos”, le pedimos que mire a nuestras familias, que arrastran tantas heridas y están tan necesitadas de amor y misericordia. ¡Ten misericordia de nosotros, María, y muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre!