En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos». (Jn 15, 1-8)
El salmo responsorial del día (Salmo 121) exclama: “¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!”. Nos invita a permanecer en la Iglesia.
Jesús dice a sus discípulos: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador.” El Padre es el Señor de la Historia, el labrador, el creador; y Cristo la Vid verdadera de la que tenemos que alimentarnos. Somos sus sarmientos y, por lo tanto, tenemos que permanecer junto a él. Muchas personas manifiestan seguir a Cristo, ser cristianos, pero afirman que no se sienten miembros de la Iglesia. Es un gran error: estar con Cristo, permanecer unidos a Cristo, significa estar en la Iglesia, no como solitarios sino formando parte del Pueblo de Dios. Jesús nos recuerda: “A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto.” ¿Qué significa esa poda? ¿El sufrimiento? Dios corrige a sus hijos, les poda invitándoles a un seguimiento radical a Cristo. Tenemos que seguirle tomando nuestra propia cruz.
Estamos en la barca de la Iglesia para una misión: comunicar a la sociedad actual, a las personas que nos rodean, el Amor de Dios. Cristo expresa rotundamente que “…sin mí no podéis hacer nada”. Si permanecemos en Cristo, sus palabras permanecen en nosotros; y entonces ocurre una simbiosis: “…pedid lo que deseáis, y se realizará.” Es una invitación a la confianza en Dios, a confiar que Él nos dará aquello que sea bueno para nuestra vida, pero pidiéndole con fe. Si no permanecemos en Cristo, estamos fuera de Él y de la Iglesia, y nos secamos, no damos frutos. Entonces, dice el Evangelio, “…los recogen y los echan al fuego, y arden…”
Finaliza el evangelio con otra afirmación tajante: “Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos”. Así que la misión de los sarmientos, de los cristianos, es dar fruto, los frutos que se derivan de nuestra condición de bautizados: ser sacerdotes, profetas y reyes. Es muy sencillo: hablar a Dios de los hombres (rezar), hablar de Dios a los hombres (evangelizar) y servir a los hombres en nombre de Dios (servicio). Y todos los cristianos, como una gracia, estamos invitados a esta triple misión. Será un camino, el camino que tenemos que recorrer todos los cristianos; pero no estaremos solos: Cristo nos acompaña.