“Jesús se marchó a Judea y a Transjordania; otra vez se le fue reuniendo gente por el camino, y según costumbre les enseñaba. Se acercaron unos fariseos y le preguntaron para ponerlo a prueba: “¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?”Él les replicó: ¿Qué os ha mandado Moisés?”Contestaron:” Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla”. Jesús les dijo” Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés ese precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá su mujer y serán ambos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. En casa los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo:”Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”. (Marcos 10, 1-12)
Parece que ya está todo dicho todo sobre la indisolubilidad del matrimonio. Son, Marcos, en este pasaje, y Mateo, en 19,3-12, los que recogen las palabras de Jesús en torno a una pregunta malintencionada que le formulan “unos fariseos” que querían ponerlo a prueba. Y con algunos matices en el relato que diferencian a ambos evangelistas, encontramos una plena coincidencia en lo fundamental. Así, Marcos, más preciso, más conciso en cuanto dice, y Mateo, más discursivo, con más variantes en la formulación de la pregunta y en las explicaciones de Jesús.
Vemos a un Jesús que acepta el reto de volver a la esencia divina del matrimonio en el contexto de una sociedad machista, superflua y vana, que hacía tambalear la estabilidad matrimonial por los motivos más leves e intrascendentes, como una comida mal condimentada, o un desagrado momentáneo del marido hacia la mujer. Y para ello, Jesús, no duda en revisar la permisividad que Moisés había consentido para formular el libelo de repudio hacia la mujer, y que solo se justificaba “por la dureza de vuestro corazón”, para retornar a la pureza inicial del Génesis 2,24: Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”, y apostilla Jesús: “Pues lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”.
Pero Jesús aun quiere ser más preciso y contundente, y públicamente, en la versión de Mateo y, privadamente, con sus discípulos, en la versión de Marcos, cierra la cuestión con igualdad de trato para ambos protagonistas, así, si repudia el marido y se casa con otra, comete adulterio, y también comete adulterio la mujer si repudia al marido y se casa con otro.
Para nuestro tiempo, para los momentos que vivimos, con una sociedad secularizada que está abocada a una profunda crisis de valores morales, a la que no es ajena la institución del matrimonio, y por ende, la familia, los esposos, y los hijos, la cuestión es palpitante. He leído con gozo e interés filial la “Exhortación Apostólica Postsinodal AMORIS LAETITIA del Santo Padre Francisco sobre “el amor en la familia”, y nada debo agregar a todo lo que en ella se dice como aproximación a la misericordia divina en este difícil contexto. A ella me remito, y a las reflexiones contenidas en su capítulo octavo cuyo título me parece muy significativo: “Acompañar, discernir e integrar la fragilidad”.