«El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?”. Él envió a dos discípulos, diciéndoles: “ld a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: ‘El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?’. Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena”. Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: “Tomad, esto es mi cuerpo”. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: “Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios”. Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos». (Mc 14, 12-16. 22-26)
Si toda palabra inspirada es buena para enseñar, corregir, alentar, etc., como escribía San Pablo, esta de Marcos es “buena de toda bondad”; hasta se puede rezar con ella. La narración de los hechos que describe en la semana de los Ázimos es tal, que el lector, creyente o no, queda prendido en ella; y es tal su seducción que uno se ve dentro de la historia contada y como partícipe de la misma. Lástima que a lo extraordinario y sublime nos acostumbremos y acomodemos tan fácilmente.
Lo que Marcos nos transmite, de la predicación de Pedro, es sencillamente maravilloso y exquisitamente consonante con uno de los anhelos más profundos de nuestra sensibilidad: que la marcha del amigo querido no deje en nuestra alma la sensación de que algo se nos muere en ella. La cuestión es, pues, cómo hacer para que alguien pueda quedarse si se va de nuestro lado. El mismo Señor era bien consciente de que su partida iba a llenar de tristeza el corazón de sus amigos más íntimos, a pesar de que la separación les era del todo necesaria y conveniente. Entonces: ¿cómo irse quedándose, o quedarse habiendo de irse? Fácilmente: manteniéndose entre nosotros… ¡hasta el fin del mundo!
Jesús estableció un modo de presencia real que, precisamente por ser sacramental, tiene mucho más de “física” que de otra cosa. Como la Iglesia siempre ha enseñado, y los padres de Trento tanto se esforzaron por dejar aclarado, la sustancialidad de la presencia sacramental del Resucitado en las especies eucarísticas sostiene y da pleno sentido a sus otros aspectos: simbólico, salvífico, espiritual, ejemplarizante… El “estar con nosotros” de Jesús en la Eucaristía es sustancial y sacramental, es decir, que llega a los límites máximos de “real”. Su título de Emmanuel se satisface plenamente. De esta real presencia del Señor glorificado fluyen todas las demás y todas las gracias salvadoras que nos da la Vida. La presencia real eucarística es el hontanar de todo el bien redentor del Señor, y la prenda segura de la gloria celestial.
Hoy celebramos el “Amor de los Amores”, una forma de amar inimaginable para nosotros, y que solo Dios podía discurrir. ¿Cómo no prendarme totalmente de un Amor así, de una Humanidad —Cuerpo y Sangre Sacratísimos— así? También en este enamoramiento pleno nuestro, Santa teresa nos muestra una senda de crecimiento espiritual cierta y segura.
Infinitas gracias hemos de dar a Dios por este don, en su Espíritu Santo. Y también a María Santísima, que suyos son este Cuerpo y esta Sangre, al fin y al cabo. Y sin olvidar a Santo Tomás de Aquino, en quien Dios puso una sabiduría tan excelsa y un amor tan delicado, que con él nos es más fácil cantar “Dios está aquí, venid adoradores”.
César Allende