Además de los lugares físicos donde el Evangelio sitúa a Jose, -Nazaret, Belén, Egipto, Jerusalén-, y por tanto los caminos que los unen, y los pueblos situados a su orilla, hay dos lugares teológicos en los que creo que estaba el santo patriarca, y cuyo texto es un anuncio de la Resurrección. Son la visita de María a la casa de su prima Isabel y del viejo sacerdote Zacarías, y el momento físico de la Resurrección de Jesús. Para conocer la esperanza de José, fundamento de su vida de unión íntima con el mismo Dios y Señor de nuestra Iglesia hoy, basta leer el canto Benedictus que pronunció Zacarías con su niño Juan en brazos. Es el canto de un justo del Israel de siempre, que recuperó la voz en la nueva era. Y lo más seguro es que lo proclamase con José allí, delante de él, que también tenía zozobras y gozos.
Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz. Estoy convencido de que José estaba en casa de Ana, con María, cuando nació el Bautista. José y Ana, junto con Zacarías enmudecido por el Arcángel, eran los únicos que sabían del embarazo de María, y los únicos que lo vinculaban con la obra salvadora de Dios. Seguramente aquella pareja de ancianos justos de Israel, de familia sacerdotal, fueron el consuelo de José y el soporte piadoso de su inspirada decisión de aceptar el recibimiento en su casa y en su vida, de María con el fruto de su vientre.
Zacarías, ya con Juan en sus manos, recobró la Palabra, y cantó el Benedictus, que para nosotros hoy es Evangelio. Lucas nos da así las pistas para que descubramos en la contemplación de su relato, no solo la reconciliación de José con María que nos cuenta Mateo, sino que allí, en las escenas del canto se estaban cumpliendo profecías del Salmo que sustentaba la esperanza de Israel. Ya no es futuro –«por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo al alto»–, sino presente –«Bendito el Señor, Dios de Israel, porque ya ha visitado y redimido a su pueblo…. en la Casa de David», allí representada por Jose ‘hijo de David’. Sin duda que José quedó fortalecido y consolado con el canto de Zacarías, que actualizaba el salmo.
El recibimiento de José a María embarazada, no se nos dice expresamente dónde fue, pero el entorno de cumplimiento de promesas en la montaña, en aquel lugar de santidad en el que Lucas concentra tanto mensaje, hacen muy probable que fuese allí mismo donde la recibió. Y si la primera parte de la oración del viejo Zacarías, -el Benedictus-, es para el fruto del vientre de María, sin duda que sería José, el que mejor entendería aquel canto, precedido de los nueve meses de silencio del viejo sacerdote, que transcribe Lucas, porque «La fuerza de salvación» venía de la «Casa de David su siervo», que allí era José. Porque él, Isabel y María eran de la casa de Aarón.
Lo más entrañable de Dios para nosotros, que es su misericordia, a José se le tradujo en aquella visita a Zacarías, coincidiendo la explosión verbal, tras nueve meses de silencio, con las palabras del ángel de su sueño, en el anuncio más exacto de la personalidad del Niño al que se le encargaba custodiar. El nombre de Jesús, Yesohua, «Yahvéh salva», que el ángel le encargó poner al Niño, ahora se lo estaban traduciendo Zacarías de otra manera. «Por la misericordia de nuestro Dios», no solo «nos visitará el ‘sol que nace de lo alto» – el Sol que era el mismo niño Jesús–, sino que su visita era «para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz». Desde el primer versículo del canto, esta profecía nos está señalando un camino de sombras que acaban en luz.
José lo entendería plenamente, cuando tiempo después, ya en las sombras de la muerte, en el seno de Abraham, vio aparecer a su Hijo, ya Señor resucitado, como sol destructor de aquellas sombras. Fue el primero en reconocerlo en aquel lugar, oscuro todavía, del Sheol, como María fue la primera en verlo resucitando, en su misma carne, más acá de la muerte. Piadosamente no me cabe duda, de que en el momento de la resurrección física de Jesús, cuando su cuerpo de carne herida se transformó en pura gloria, –como en aquel Tabor pero ya para siempre–, en el lado de acá de la losa que sostenía su cuerpo, estaba María, y en el lado que está más allá de la física, en el Sheol o sueño de Abraham, donde esperaban los justos la promesa de la palingenesia, estaba José. La propia fuerza interna de aquel cuerpo de Cristo, que ellos habían alimentado, contemplado y sentido con toda la epidemia de amor pegadizo que rebosaba, estaba siendo origen, génesis, principio y fin, de toda la esperanza del Adán perdido y recuperado en gloria. Tras mil generaciones de muerte en Adán, al resucitar a Jesús, Dios hizo eterno el barro de nuestra naturaleza humana. Hay muchos hombres que quieren ver hoy en el universo algún rastro del «big-bang», que dio origen al cosmos. Yo daría ahora mismo mi vida por ver algo de aquél momento clave, el momento de la Resurrección de Jesucristo. No creo que haya otro acontecimiento más grande en toda la historia de este cosmos que vemos y tocamos. El Alfa y la Omega de la creación, cerraron el círculo creativo en aquel segundo luminoso de la recreación.
En este lado nuestro, junto a la losa fría que soportaba el cuerpo castigado de muerte, estabas tú María. Y un poco más allá, en el ‘poco’ que conoce la fe, estabas tú José, en la puerta misma del seno de Abrahám, el seol, los infiernos… vaya Vd. a saber. Lo cierto es que hoy es ya noticia de nuestra sola fe. La Palabra que la proclama y la alimenta nos dice que tras morir en cruz, y puesto amortajado en un sepulcro, Jesús «descendió a los infiernos», abrió las puertas hacia el Reino y libró a los cautivos «bajo las sombras de la muerte, y puso sus pies en al camino de la paz».
Algunos, antes de irse al Reino, volvieron a esta vida y se aparecieron a muchos en Jerusalén, y si José estaba en aquellos infiernos, sería uno de ellos, al menos para gozarse con María de las profecías que hacía treinta años les había proclamado Zacarías en la montaña, y Simeón en el Templo. María tenía aún la espada en el alma, y José también exploraba ya los Caminos de la Paz, para los nuevos hijos que pasan las sombras de la muerte. Su pascua personal, su salida de Egipto, es garantía de nuestra pascua eterna. ¡Yo me apunto a su tutela!
Manuel Requena