En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios, pero si uno me niega ante los hombres, será negado ante los ángeles de Dios.
Todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará.
Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir». (Lucas 12, 8-12)
El Espíritu Santo es el Espíritu del Resucitado y quien resucita a Jesús. La singularidad más propia del cristiano es la posesión de este Espíritu, o mejor, el ser poseído por Él.
Esta pertenencia del cristiano, según el Evangelio de Lucas que leemos hoy, habla a muestro corazón palabras adecuadas a cada circunstancia de la vida. Y de la síntesis vida ordinaria y Palabra del Espíritu se engendra en nuestro espíritu aquella enseñanza que nos capacita para responder a lo que se nos pregunte, es decir, para declararnos por Jesús de Nazaret. Las preguntas son de muy variado género, tan variado como diversas son las circunstancias en que nos podemos encontrar: pregunta el trabajo, preguntan las alegrías, preguntan las aflicciones y pruebas, pregunta la calle y sus compromisos; la vida es una gran pregunta por la razón de nuestra fe y esperanza.
A veces ocurre un envite mayor y la respuesta quizá sea puntualmente más comprometida ante un gobernador o juez. Pero también para entonces el Espíritu del Señor nos “soplará” qué hemos de hablar. La Virgen María y los ángeles se ocupan también de ellos, no cabe duda.